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NO hay género en el cine que no tenga sus adeptos, incluso sus adictos, ni hay género malo, sino malos cultivadores de un género. Las razones del éxito del cine de terror deben estar estudiadas cumplidamente: el atractivo del mal, los placeres de la adrenalina, la curiosidad malsana por el sufrimiento, la familiaridad con los fantasmas personales, los misterios de las tinieblas interiores y muchas otras razones que el alma humana suele esconder en sus rincones más oscuros. Los productores y guionistas se devanan los sesos para ganar dinero con nuestros miedos y le encargan a un director que ponga en pie un sueño, una pesadilla inquietante, una historia terrible y verosímil. En el cine, como en la literatura, la fantasía, por desbordada que sea, no puede estar reñida con la verosimilitud. Del talento, como en todo, del director depende en grandísima parte que el resultado sea terrorífico de verdad. Una película de miedo no es una película de sustos de muerte para adolescentes, sino aquella que nos cuenta algo que nos podría pasar a nosotros.
En la adolescencia nos quitaba el sueño el cine de Roger Corman, hoy delicioso, porque pensábamos que nos podían pasar las mismas cosas que a Vincent Price o a Peter Lorre. Realmente salíamos aterrados del cine, cuando en nuestra vida no había ni una sola circunstancia común con los personajes representados; pero había muchas dudas sobre el destino: ¿podría el mundo luminoso que conocíamos y las referencias naturales del bien, y una vez perdida la protección de que disfrutábamos, llevarnos, a causa de pensamientos sombríos o por obra de un mal desconocido inevitable, a los mundos oscuros de la mente de Allan Poe? Hoy sabemos que no, pero entonces no estábamos seguros: nos daban miedo los monstruos de la imaginación porque desconocíamos los propios interiores.
Hemos perdido el interés por el cine que quiere asustarnos mostrándonos el interior de un matadero del siglo XIX. Hemos dejado de creer, aunque sabemos que existen, en que los psicópatas, asesinos gratuitos en serie, sean tan abundantes. Las posibilidades de que nos degüellen con una sierra mecánica o estar entre las preferencias de un psicópata, no deben ser muchas. Con todo, no es bueno desdeñar a las mentes diabólicas. El miedo, presentado como algo que sólo les puede pasar a otros, es un consuelo que nos hace sentir afortunados. Cuando sólo había un canal de televisión, los domingos por la noche ponían una película de miedo: había mayores desdichas que la de levantarse el lunes para trabajar. Las buenas películas de terror nos indignan primero contra el director por quitarnos toda esperanza y, luego, nos hacen cómplices del mal. Vean, como ejemplo, la versión austriaca de Funny games, de Haneke, pero no culpen a este columnista del mal rato.
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