¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Un nuevo héroe nacional (quizás a su pesar)
DE todos es conocido que una de las ventajas de ser político es que otorga el don de lenguas. No hace falta estudiar idiomas para desenvolverse con una naturalidad a prueba de ridículo en las más diversas lenguas extranjeras o del territorio nacional. A ellos, a nuestros políticos, junto con algunos profesionales de los medios de comunicación, debemos además muchas de las capturas lingüísticas efectuadas en aguas internacionales, importadas vivas y sin control de aduanas. Pero no quedan ahí sus aportaciones: también logran modificar palabras de toda la vida acomodándolas a las necesidades de los nuevos tiempos. Veamos ejemplos.
Los casos del tipo inflacción, cohexión, expléndido, concrección, preveer, etc., tan frecuentes entre nuestra clase política, se denominan en lingüística ultracorrección o hipercorrección, fenómeno que se produce cuando el hablante interpreta como incorrecta una forma correcta, y la restituye a lo que él cree su normalidad. O sea, que el error procede de un deseo de corregir y mejorar, así como de sujetar a la norma hasta aquello que ya lo estaba. El espíritu de lo políticamente correcto.
También nos parece advertir la intención de enfatizar o insistir. Insistivos llamamos cariñosamente a estos engendros. Parece como si las dos e de preveer ofrecieran unos anteojos con los que avizorar el futuro a más largo plazo que con el modesto prever; la inflacción padece en sí misma un proceso inflacionario; la x de cohexión y expléndido recuerdan al choque de dos platillos que puntúan brillantemente su contenido; sobre concrección y, peor aún, sobre concretizar, no sabríamos qué decir. Quizá un deseo desmedido de corrección, un culturalismo desbocado o simple estreñimiento. Al fin y al cabo, "como no podía ser de otra manera", buenas intenciones. Ganas de mejorar, de "maximizar la calidad", "de poner en valor", como a ellos les gusta decir.
Por otra parte, los anglicismos y galicismos (glamour, affaire...), junto con las palabras o expresiones traducidas demasiado literalmente de otros idiomas (chequear, implementar, mediático) no se pueden clasificar de otra manera que de puro esnobismo. Esnobismo, sí, pero ¿qué significa al fin y al cabo ser un esnob? Recurramos al diccionario: persona que imita con afectación las maneras, las opiniones, etc., de aquellos a quienes considera distinguidos o que para darse tono adopta actitudes, modas o ideas que no le son propias, o sea, de nuevo un deseo de mejorar o de aparentar ser mejor, lo que, tratándose de un personaje público que tiene que dar ejemplo, tampoco es tan grave.
Pero no todos nuestros políticos son iguales, también tenemos los que les gusta echar mano del refranero o de expresiones castizas como: abrir el melón; gato blanco, gato negro; cero patatero o café para todos. En estos últimos se aprecia un aroma rural que pone el contrapunto al empeño de ser moderno y cosmopolita a toda costa. España cañí y nuevas tecnologías. En fin, una feliz síntesis de 4x4, que combina los motores de última generación con la nostalgia del tractor.
La verdad es que en ese sentido puede afirmarse que son exponentes de toda una generación de españoles que no son mejores ni peores que la mayoría de la sociedad a la que pertenecen, lo cual visto desde el punto de vista de su función representativa supone una ventaja más que un inconveniente. De hecho, si nos viéramos obligados a elegir entre los que aspiran a la ultracorrección y los que se expresan a través del refranero, nos quedaríamos con estos últimos.
No hay ningún problema con el parecido -no confundir con el parentesco- entre representantes y representados. Sólo hay una pequeña trampa semántica escondida en todo este asunto y es que, aunque se empeñen en hacernos creer lo contrario, representar no es sinónimo de dirigir. A nadie le desagrada identificarse con su alcalde o su diputado, lo que no significa que confiemos en ellos para diseñar el urbanismo, dirigir los hospitales o el instituto de nuestros hijos, para eso preferimos a los mejores aunque no se parezcan a nosotros ni se presenten a las elecciones.
Volviendo a la lengua y teniendo en cuenta que, aun raspando la media, nuestros queridos políticos están en la cúspide, se comprende la importancia de sus valiosas contribuciones al idioma.
CON la deuda histórica hemos topado. Las historias de la deuda histórica se pueden prolongar a través de la historia, al menos durante un tiempo, porque el PP está convencido de que ha encontrado un filón y Javier Arenas y Antonio Sanz ya han advertido que presentarán recursos en los tribunales. Esto no será como el Estatut en el Tribunal Constitucional, pero dará que hablar.
El Gobierno de Zapatero se ha comportado a la altura de sus circunstancias en el pago de la deuda. El Gobierno está tieso, gastando más de lo que ingresa, con un déficit público que sube como la espuma. El Gobierno se ha comportado como lo que es: una empresa que está a pique de un repique. ¿Qué hacer? Unos, como Díaz Ferrán, el todavía presidente de la CEOE, suspende los vuelos de Navidad y deja en tierra a las criaturitas. Otro, como Zapatero, paga las trampas a su modo, con solares que tenía por ahí y no sabía qué hacer con ellos. Cuando uno está tieso, paga como puede, incluso no paga.
Luego está Griñán, que es quien recibe los solares que no le sirven para nada. No es como en el tocomocho, porque en ese timo te dan estampitas en vez de dinero, y aquí lo que te dan posee un valor. Pero un poco de gato por liebre sí que parece. Quizá Griñán habrá pensado que más vale un gato en mano que cientos de liebres volando; y ahí tiene lo que le han dado para que haga lo que quiera, si es que puede hacer algo. Lo curioso de este caso, como dijo Luis Carlos Rejón, es que quien tenía la deuda ha decidido cómo la pagaba, bajo el sistema de sí o sí, y tú te callas.
El PP le ha dado las vueltas a este asunto para hacer suposiciones. Ponen el siguiente ejemplo: imagínense ustedes que es Aznar quien le paga a la Junta sin dinero, sino con especies, ¿se lo tragaría Griñán? Entonces se les ocurre decir que esto es una traición a Andalucía, que es lo que hubiera dicho el PSOE si José María Aznar hubiera tenido esta ocurrencia.
A lo largo de la historia democrática, con o sin deuda, acusar a alguien de traidor a Andalucía ha sido mortal de necesidad. Así acabaron con UCD cuando el referéndum del 28-F, así mandaron al desierto al Partido Andalucista cuando el pacto de Rojas-Marcos con Martín Villa, así se hubiera ido al garete el PP si no apoya la reforma del Estatuto. Por tanto, Arenas habrá deducido que así podría terminar Griñán, y con él más de 30 años de gobiernos andaluces socialistas, si consigue que cale la idea de la traición.
No es tan sencillo. Primero porque no se sabe hasta qué punto están preocupados los andaluces por la deuda histórica. Y segundo, porque hay traiciones que valen contra los otros, pero no contra el PSOE, que sabe jugar sus cartas y fue quien inventó ese juego.
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