Literatura

Mauricio Gil Cano

Escritor

Evaristo Montaño, perito en sueños

Asombro, perplejidad, lágrimas de risa, adicción son algunos de los efectos que depara la lectura de ‘El sueño de la sardina’ (Torrejoyanca, 2020), la segunda entrega de narrativa breve de Evaristo Montaño Corral (Jerez de la Frontera, 1960).

La primera, ‘Cuentos de un inconsciente’ (Canto y Cuento, 2014) ya nos metía de lleno en ese ámbito onírico que le es propio, donde la imaginación desatada y el humor absurdo van de la mano. En esta ocasión, la sorpresa comienza ya en la solapilla del volumen, escrita en esperanto e ilustrada con una fotografía del autor, que aparece en medio del monte en actitud amigable con un jumento.

A su singular dominio de las distancias cortas, que le hace deslizarse hacia lo genial, une Montaño su amor por los arcaísmos y el léxico en desuso, pero en dosis adecuadas a lo que cuenta, sin el menor asomo de farragosa petulancia. Antes bien, esta manera de contar parece provenir directamente de los clásicos castellanos: el Lazarillo, Cervantes, Quevedo, pasando por la gran tradición de los humoristas literarios españoles del siglo XX, que cultivaron la ironía y el disparate: Jardiel Poncela, por ejemplo.

Con estas influencias bien asimiladas realiza Evaristo una obra personalísima, audaz y muy original. En el prólogo nos advierte que no es totalmente responsable de lo que escribe, sino que gran culpa tienen los trastornos que le infiere la ingestión de sardinas, pues le inducen “a vivir otra vida, disparatada y a veces disoluta que contrasta vivamente con la, digamos, real, tan comedida y casta”. De ahí, el título.

El volumen se divide en dos partes: 'Sueños de día' y 'Sueños de noche'. Las diferencias pueden ser tan sutiles como entre soñar dormido y soñar despierto. Dejemos que sean los lectores quienes las encuentren.

Evaristo Montaño es hombre polifacético. En el 'Autorretrato' que abre la primera parte nos indica algunas de sus peculiaridades: “artista de los buenos, de los pobres, deportista por deformación profesional, motero deseoso de alcanzar un cabo norte cada vez más lejano, fabricante y soñador de extrañas bicicletas, con una inocente doble vida, remero canicular curricandero, con el pellejo duro de los palos y por dentro sensible a la belleza, solitario imposible, impasible y frío a veces, cuando no se debe, pastelero experimental e inapetente, montuno observador de vegetación pareidólica, surrealista vocacional apenas recreado, pobre y rico a la vez según qué gente, localmente heterodoxo y cosmopolita de pueblo, mucho peor de lo que creen algunos y mucho mejor de lo que piensan otros”.

Con estas credenciales, el avisado lector va ya bien dispuesto a sumergirse en páginas tan insólitas como divertidas, tan sarcásticas como regocijantes, donde no faltan las perspicaces dotes de observación ni la calidad de lo poético —léase la pieza 'Primavera en otoño', de intenso lirismo—. Cada microrrelato de Evaristo Montaño es una mina de oro de la imaginación, un caudal de riqueza admirable. Su pericia en el manejo de los recursos para alcanzar la brevedad se constata en la reescritura de temas clásicos y mitológicos o en sus guiños metaliterarios. Pero también en la capacidad sustitutiva del discurso. Así, en “Filigonio, el cuchichí”, el lenguaje alcanza un protagonismo de descomunal extrañeza: “Fue almocrebe, rabdomante, azacán, luego baquiano y más tarde recorrió la comarca con un semoviente cargado de barjuletas, escusabarajas y otras morondangas”.

En la segunda parte encontramos algunos de los textos más característicos de la idiosincrasia de este creador inclasificable que, más allá del narcisismo, se atreve a la autofagia: “El sabor salado de mi sangre era delicioso, y el de mi carne aún más”. No faltarán las referencias locales de costumbrismo secreto o intrahistórico: “los sitibundos borrachos, a cientos, a miles, bebían de las turbias aguas del río del olvido”, en clara alusión al tradicional villancico “Si el río de Cartuja fuera de vino”. Desde la primera página hasta la última, el lector descubrirá en ‘El sueño de la sardina’ la coherencia alquímica y la maravillosa autenticidad que nos hacen rodar como en una bicicleta por los senderos fabulosos de la fantasía.

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