Filosofía

20 de octubre 2015 - 01:00

MUCHOS han alzado la voz por la casi desaparición de la filosofía en el bachillerato. A mí también me da pena. Me entristece por razones objetivas, porque creo que la adolescencia es la mejor edad para plantearse preguntas, porque enseña a pensar y a no ser borrego, porque, como de todas las cosas aparentemente inútiles, es de las que más partido sacamos después, porque se puede aplicar a casi todas las facetas de la vida, porque nos hace más personas, quiero decir, más libres. También me entristece que se relegue la filosofía por razones subjetivas debido al recuerdo imborrable que tengo del colegio.

A mí me dio clases de filosofía un cura, que es el complemento perfecto para esta asignatura. Eliseo, que así se llamaba, tenía el pelo blanco, la nariz grande y un poco ganchuda y unas sandalias imposibles que calzaba siempre con calcetines más o menos gruesos dependiendo de la época del año. Eliseo era capellán del asilo de ancianos de La Granja y alternaba sus enseñanzas filosóficas con su atención a los viejecitos.

Se dejaba caer sobre la mesa y comenzaba su disertación, soltando esas frases para cavilar tan de filósofos como pienso luego existo, el hombre es un lobo para el hombre, conócete a ti mismo, sólo sé que no sé nada o sí sólo sí. A veces se ponía misterioso y nos hablaba de teorías como la del eterno retorno o la del principio y el uno. Hablaba del célebre banquete y de la caverna sin solemnidad alguna. Filosofía de andar por casa vamos.

Con él los filósofos casi siempre hacían pareja: Platón y Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás, Descartes y Kant, Marx y Nietzsche. Alternaba las parejas de filósofos con las que se hacían en el asilo porque, según relataba, todos se querían casar y después se peleaban y lo pasaban muy mal. Parecía que su gran pregunta filosófica era si debía casarlos o no, conociendo como conocía las consecuencias. A veces se le perdía la mirada y se le nublaba el horizonte con estas preguntas.

Un día que hablaba de Nietzsche le descubrí un tomate en el talón del calcetín, un boquete nihilista que le dejaba al aire su piel seca y escamosa, un boquete por el que yo dejaba caer todas sus reflexiones filosóficas porque la filosofía según fue avanzando el curso se volvió pesimista. Era como si el mundo tuviese un gran tomate, un boquete por el que dejara al aire toda su desesperanza. Ay Eliseo, cuánto me acuerdo de ti.

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