Guerra Hídrica

Utilizar el agua como un arma de guerra es una dramática estrategia prehistórica

El agudo maullido perfectamente deletreado por un diminuto gato, miauuu, ha sido el último epitafio de la guerra contra Ucrania. Una recién nacida criatura de la que la mitad de su cuerpo permanecía hundida en las aguas que anegan su poblado, y la otra mitad aferrado con las uñas de sus patas delanteras a la rugosidad de una pared hacia ningún destino posible. Su destino tuvo una afortunada coincidencia. La árida mano de un hombre que se aproxima desde una barca que va surcando las calles inundadas por millones de litros de agua lo rescata y por muy insignificante que parezca, el hecho agranda la dimensión de la validez y representación de la vida. Da igual que sea de un perro, un gato, patos o cabras. Son muchos los rescatistas que han creado grupos para recuperar específicamente a animales ya que las mascotas en Ucrania son muy valoradas. Cuando la conciencia se encaja en el espacio de la razón ayuda a la calma del espíritu. Porque la solidaridad es una emoción, aunque tenga posibilidad de representación física. España ayuda, pero poco en este caso. Quizá logre Putin su objetivo: que los países de occidente nos cansemos de ayudar al estado del que quiere apoderarse y espere a que tras las elecciones de EEUU un nuevo líder le colabore hasta doblar el brazo de Zelensky. Utilizar el agua como un arma de guerra es una dramática estrategia prehistórica. Hacerlo ahora es un crimen de guerra cuyo castigo se espera poder aplicar a quien corresponda. Miles de familias, éstas que aún resistían a los bombardeos, se mantenían fuertes en sus casas. A ambos lados de las orillas del río Dnipro, convertido en mar por la explosión de la presa Nova Kajovka, hay islas donde esperan soldados a ser rescatados. Ancianas, niños, señoras, hombres permanecen asomados a los balcones de edificios de nueve plantas clamando ser liberados de ese devastador cementerio de agua. Hay gente sobre tejados del lado ucraniano y del ruso, también. A pesar de los constantes bombardeos, que son diarios, tenían el consuelo de poder acostarse en los colchones de sus propias camas. Apagar cada noche, aún con explosiones, la luz de la lámpara apoyada en su mesita de noche después de leer un puñado de líneas. Allí se van acumulando los sueños de cada día. Con las amanecidas en los días de guerra aún se podía seguir yendo a comprar el pan y a trabajar. La vida sobrevivía en el recuadro de sus destartaladas casas, y sin casa la vida está tan solo en su cuerpo o la resistencia de su mente para pasar, ahora arruinados, a un estadio de incertidumbre y sin reposo, descanso, cobijo, hogar, ni paz. Si no tenían casi nada, ahora solo se tienen a sí mismos con el escalofrío de eso que se dice, empezar de cero. La solidaridad es insuficiente pero peor es el silencio tras el epitafio escrito por el maullido de ese gato.

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