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Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

marcoantoniovelo@gmail.com

Jerez 1971: Primera Comunión entre Cristina y Santo Domingo

Grupo de niños del colegio La Salle -Alameda Cristina- posan en el día de su Primera Comunión.

Grupo de niños del colegio La Salle -Alameda Cristina- posan en el día de su Primera Comunión.

“¡Señor, mi corazón te pide, en este santo día, bendigas a los que amo y concedas la paz al mundo”. Este entrecomillado -junto a un risueño monaguillo, paloma en mano, que es dibujo, con profusión de colores, de Constanza- aparecía en el frontal de las estampitas de los niños que hicieron la Primera Comunión a principios de la década de los 70 del pasado siglo XX. Día de blancas ilusiones. Día de gozo interior. De nerviosismo contenido. De cantos que fueron ensayados hasta la enésima vez: “Alabaré, alabaré…”. De madrugones. De oraciones de amanecida. De mimos paternales. De bellísimas sonrisas maternales. De bullicio sereno en el interior del hogar. De movimientos inquietos. De suspiros que no se sostienen. De subrayados en el calendario. De cíngulos de oro, crucifijos sobre el pecho, zapatitos relucientes. Día de fotos de gente junta. Día de sentido protagónico para los pequeños. Día de satisfacción de los progenitores. Como aseguraba la letra de la célebre canción de Juanito Valderrama, para un padre y una madre/ no hay alegría mayor,/ que ver hacer a sus hijos,/ la Primera Comunión”. Sobre la mesa estufa un cuaderno. Grapas al canto. Con bolígrafo Bic cristal, de trazo azul, un listado de accesorios que no debía olvidar quien, tan niño, recibiría en unas horas, por primera vez, a Jesús Sacramentado. ¡Qué guapo está vestido de marinerito! De proponérselo, seguro que de adulto llega mínimo a almirante. Con sus manitas acaba de coger el libro pequeño de la Primera Comunión, tan nacarado, tan cerrado a cal y canto por los artísticos broches dorados.

La foto que ilustra este ‘Jerez íntimo’ nos revela un nutrido grupo de alumnos de La Salle. Data la imagen de 1971. Fue el último año de Comuniones en la Salle de Cristina. Pocos meses después dicho colegio pasaría a la calle Antona de Dios. Al tratarse de un número tan amplio de chiquillos, la ceremonia religiosa tenía lugar en Santo Domingo. En aquella época era la usanza. Aquí posan en el patio del colegio lasaliano. Delante del salón de actos. Se observa asimismo una serie de murales en tablones que anuncian la poética de toda nostalgia adherida al tempus fugit. No se estilaba aún -quizá excepcionalmente- la chaqueta azul combinada con el pantalón blanco -tan de las Comuniones de los primeros años 80-. La uniformidad asombra. Tanto como enseguida se detecta esa seriedad nunca impostada en los rostros de la chavalería. Podríamos consignar el nombre y apellidos de los hoy muy conocidos jerezanos que figuran, tan formales, en esta fotografía. Pero como muestra válganos el botón de una sola mención: el primer niño sentado a la izquierda de la fila de abajo es Manolo Ballesteros, actual hermano mayor de la Hermandad de la Oración en el Huerto.

Las Primeras Comuniones de la Salle contaban con largos meses de catequesis, con ensayos a punta pala, con precisiones que ni un artesano ducho en miniar su creación, con el énfasis de la concienciación. Tomar a Jesús en la celebración de la Eucaristía, bajo las especies del pan y el vino, supone la plenitud como acto de Fe en la vida del cristiano. El encuentro definitivo, el encuentro definitorio. Como señaló Benedicto XVI, “no se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás. Por tanto, no se guarden a Cristo para ustedes mismos”. Y, tras el acto central, el motivo troncal, las felicitaciones de los familiares. ¿Dónde celebrarían el convite -el ágape- aquellos niños de la Salle de 1971? Posiblemente, es un poner, uno de ellos en La Venta el Porvenir. Bellos jardines para que los niños de la familia jueguen a sus anchas. Sobre el mantel del encuentro de la parentela -sentados todos los miembros en sillas de tijeras- no faltaría la ensaladilla. Ni las papas aliñás, los embutidos, las tortillas, las aceitunas “sin hueso”, los pinchitos morunos… Entre los adultos corrían los ricos caldos de la tierra. ¿Posiblemente el acicate de un guiso casero para comenzar el opíparo banquete? ¿Arroz con carne, menudo? Todo adquiría un sabor de excepcionalidad. Los refrescos simétricamente colocados a lo largo de la mesa. Las botellas de vino fino, de tinto. La cerveza San Miguel. Gastronómicamente hablando, se tiraba la casa por la ventana. El desembolso económico -a cargo del pater- tampoco era moco de pavo. ¡Venga lo que sea!

Llegaba además el instante cenital de la entrega de regalos. Caían, como fichas de dominó, el libro de firmas y dedicatorias, la Biblia infantil ilustrada, las medallitas u otras joyas religiosas de las abuelas, las estilográficas con las iniciales del crío, los portafotos… Y, por descontado, el dinero. Si era de tres cifras, la cosa ya podría catalogarse de triunfazo. Si de cuatro, posiblemente se corriera el riesgo de escaparse del dominio del niño para pasar a contribuir el pago del convite. No era lo habitual, sin embargo. Es curioso -y acaso demoledor- como el peso del tiempo propina -disimuladamente- la desaparición total del patrimonio material -que no, a Dios gracias, espiritual- de la Primera Comunión. Por lo común paulatinamente van desapareciendo de los hogares los regalos de tan señalada jornada, el traje -siempre que no sea aprovechable para un hermano menor- y hasta la precisión de determinados datos. Menos mal que no se esfuman con tanta facilidad ni la cruz al pecho ni el librito de nácar ni el álbum fotográfico. Tampoco -eso nunca- los recuerdos de luz -de pureza, de oro de ley- de las vivencias con aquellos seres -tan especiales, tan únicos- que hoy habitan un cielo celeste de eternidad. Un cielo sin relojes ni dolor, junto al Jesús que los niños de la Salle de nuestra fotografía de hoy viernes incluso se atrevieron a tutear cuando cantaron: “Tú, has venido a la orilla (…) Señor, me has mirado a los ojos. Sonriendo, has dicho mi nombre…”.

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