Jerez y las bolsas de leche de la niñez

La empresa alcalareña de los Hermanos Batato conserva esta gran tradición de antaño.
La empresa alcalareña de los Hermanos Batato conserva esta gran tradición de antaño.

21 de julio 2023 - 02:02

La infancia admite pocas alegorías. Y no tolera el cantar desnudo de la melancolía. Ni imperfectos desazones. Ni exóticas costumbres. Ni convidados de piedra. Ni vanguardias culturales. Ni trastiendas de librerías. Ni catarsis de viajeros trashumantes. Ni quebraderos de cabeza. Ni brumas del deterioro cognitivo. La infancia es pura, como el color verde de la clorofila. Como la sangre boca arriba. Como los trigos de la primavera. La infancia -con su luz de primera cerilla encendida- jamás siente el frío de los musgos. Ni el mascarón de proa de la cuenta corriente. La infancia sabe a membrillo. Y a la crema de cacao Tulicrem, con los dibujos de Rompetechos o Mortadelo o Pepe Gotera en la tapa. La infancia sacia la sed con Bitter Kas en el bar ‘La salve’, al final de la calle Valientes y donde hoy precisamente está instalada la sede social de la Hermandad de Loreto.

La infancia es materna de pequeños ritos, tantos como jugar a los bolindres en el patio de casa abuela. O a los platillos en el corredor del piso alto donde vivías. Abrir las primeras sobrasadas de Casa Paulino. Observar de soslayo el archivo provisional de la parroquia de San Pedro por mor de las obras de esta jerezana iglesia a finales de la década de los setenta. Gritos de algarabía que juega a la pelota en el recreo del colegio la Salle-Buen Pastor. Frases hechas que las madres repiten en la recova de Manolito. El pescadero de la esquina que te traía a un tiro de piedra el frescor de los productos de la Plaza. Misas tempranas y chubasqueros en mediodías de chaparrón.

Durante la infancia nunca se caen los palos del sombrajo de la ilusión. Por ejemplo comprar un paquete de dos gitanitos Ortiz para comprobar qué figurita de plástico de todo el dramatis personae de Asterix el Galo nos había tocado. O aquella lata de avellanas saladas para los preámbulos de la Nochebuena. O los tragos prohibidos a los batiditos La Merced. Pero la infancia también está inundada de sonidos externos. Sonidos que provienen de un recorrido puntual. Sonidos callejeros según la hora del día. Existían dos gritones que no eran tales, sino más bien cantores silábicos -muñidores con carta de naturaleza- que avisaban de su llegada ora antes de almorzar ora durante la sobremesa. Me refiero al lechero y al afilador. ¡Oh zampoña como banda sonora de una gesta antigua!

Sus voces -como romanceros de diaria convocatoria- penetraban de bóbilis, bóbilis por los balcones de las alcobas para anunciarnos que allí abajo -sobre el asfalto del sudor de sus frentes- ya estaban de nuevo los servidores del hogar. Con clientes in situ. Con amas de casa al instante. Con geografías de calma chicha por las tejas de las casas más antiguas. No existían las controversias de los ruidos bruscos a pie de calle. De cuando en vez un vehículo dando saltos de querubín. De vez en cuando una motocicleta que manejaba el abuelo cebolleta del número 7 siempre cargado de brevas y espárragos trigueros. El lechero era dueño de una voz limpia, de una expresión lacónica, de una intención blanca como el producto que ofrecía en bolsas frescas y ondulantes, simétricas en su seducción alimenticia. Aquellas bolsas de leche contenían una especie de elixir de la eterna niñez. Esos machadianos días azules…

He recordado la figura del lechero jerezano que pisaba el sendero de su jornal tras leer la noticia de la heroicidad de la empresa alcalareña de los Hermanos Batato y el mantenimiento de la tradición del reparto de leche a domicilio conservando además el sabor de antaño. No encontramos modo más expeditivo para saborear nuestra etapa infantil. Las bolsas de leche fresca siguen haciendo historia. Como el chocolate Tres Tazas cuya tableta ya no está escondida en el cajón de aquella cocina con visita indeseada de una lagartija en noche de Eurovisión… Entonces nunca llegamos a pensar que, como reza el verso de Caballero Bonald, somos el tiempo que nos queda.

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