Hablando en el desierto

Marginados

No crean ustedes, pacientes lectores, que no me gusta este buen Papa

E style="text-transform:uppercase">L Santo Padre de Roma no para. Es su obligación, no se lo afeo y, además, ¿quién soy yo para afearle nada a Su Santidad? Ha reunido en El Vaticano a una representación amplia de marginados y presos. El deber evangélico del Papa es ponerse de parte de los pobres y pecadores, los hijos pródigos y las mujeres promiscuas y de vida ociosa. Así debe ser porque los evangelios dan preferencia a las ovejas perdidas. Dos mil años de predicación del bien, que es la virtud, no ha erradicado ni una sola pasión censurable, pero el Papa debe dar ejemplo. Viendo las bancadas de los marginados y los encarcelados, y observando sus caras de desconcierto, me vino a la memoria unas misiones que se hacían en mi niñez para los trabajadores de las viñas. Mi padre, que era un hombre bueno y de gran sentido común, católico practicante de rosario en familia, se entristecía, porque los trabajadores de las viñas eran hombres buenos en general, con sentimientos nobles y sanos de alma; pero en cuanto empezaban las misiones no tenían palabras que no fueran para hablar mal de la Iglesia y, en particular, de los curas. Cuando los predicadores se iban, todo volvía a la normalidad. La consigna era evangélica: habrá más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por cien justos.

Esa misma máxima seguirá el Papa. Serían muy dignas de reseñar las conversaciones y opiniones de los presos y marginados en confidencias privadas, hombres y mujeres con mala suerte. No quiero saberlas porque me las imagino, que es peor. Si hay una reinserción y cien reincidencias, habrá alegría en la capilla Sixtina y en el sensible corazón papal. No crean ustedes, pacientes lectores, que no me gusta este buen Papa. Me gusta tanto que lo quisiera de párroco o, mejor aún, de capellán de mi casa, para que no hubiera pobres ni marginados, ni familias deshechas ni presos en muchos kilómetros alrededor. Pero no soy tan rico y sigo el ejemplo del joven lord que un día vio a unos pobres cerca de sus tierras y le confió a su criado de confianza el deseo de favorecerlos. "Oh, sí, milord; hagamos algo por ellos." El señor propuso visitarlos para saber sus necesidades. El criado, en ese plural tan elegante que quiere decir "la casa", le advirtió para evitarle desengaños: "Busquemos la forma de ayudarles sin visitarlos. Tenga presente que los muy pobres son maliciosos y envidiosos entre ellos, harán chistes de la bondad de milord y lo acusaran de hacer acepción de personas. Un joven señor está obligado a hacer algo por los demás, pero sin mezclarse." El Vaticano no es una casa controlable, es un estado soberano. Alguien se encargará de la diplomacia, la economía, la doctrina de la fe, los cismas, las herejías y tantísimos otros asuntos, mientras el Papa abraza protestantes y llena de tristes destinos la magnificencia de San Pedro.

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