Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
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La ciudad y los días
Ha muerto la mujer embarazada evacuada del hospital maternal de Mariupol bombardeado por Rusia. Y su hijo. Bombardeado por Rusia, no por Putin, que ya está bien de desculpabilizar a los oligarcas que hacen piña con él, a la población que calla o lo aclama, a los ministros que obedecen y al ejército que ejecuta sus órdenes. Aquí sufrimos ya lo de "ETA no, vascos sí", como si los etarras fueran extraterrestres, el terrorismo no fuera el rostro asesino del nacionalismo vasco y la banda no tuviera apoyo social. Lo mismo sucedió con Alemania tras 1945: había que decir nazis, no alemanes, como si en 1933 no hubieran votado 17.277.180 alemanes a Hitler, las calles no se llenaran de multitudes entusiastas que lo aclamaban y cuando se comió a Europa no le siguieran aclamando con más fuerza. Rusia, los rusos y Putin son los responsables de esta matanza. Dicho sea con respeto y admiración a la minoría que allí se manifiesta contra Putin y la guerra, brutalmente reprimida y encarcelada (más de 14.000 rusos han sido detenidos por sus propias autoridades desde que empezó la invasión de Ucrania).
El caso es que la mujer embarazada cuya imagen dio la vuelta al mundo y su hijo han muerto. El desplome del hospital maternal atacado le había roto la pelvis y desencajado la cadera. Tras su evacuación los médicos intentaron salvar al bebé practicándole la cesárea, pero murió. Quienes la atendieron han dicho que, al ser consciente de que su hijo había muerto, la mujer pidió que la mataran. Murió tras media de hora de infructuosos intentos de reanimación. Los médicos no tuvieron tiempo de registrar su nombre antes de que su esposo y su padre acudieran a recoger su cuerpo, pero afortunadamente fue identificada y no acabó en una de las fosas comunes de Mariupol. Porque estamos viendo arrojar cadáveres en bolsas de plástico a fosas comunes en la Europa de 2022.
Se alcanzará la paz si esto no desemboca en un apocalipsis nuclear. Pero no habrá paz ni justicia para esta mujer y su hijo. Ni para los muertos arrojados a las fosas comunes. Es la superioridad absoluta del verdugo sobre su víctima que ninguna justicia puede reparar. Solo la divina que el tardío Max Horkheimer definió en Anhelo de justicia como "la esperanza de que la injusticia que atraviesa este mundo no sea lo último, que no tenga la última palabra, de que el verdugo no triunfe sobre la víctima inocente".
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