¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Un nuevo héroe nacional (quizás a su pesar)
Me resulta difícil de entender, absolutamente imposible de comprender. La mente es un misterio, cierto; un mundo con mucho menos terreno conocido que el que nos queda por conocer, cierto… Sin embargo, a pesar de lo escaso de nuestros conocimientos, sabemos de emociones y sentimientos, de la capacidad para deducir, de la noción –aunque a menudo tratemos de manipularla- de lo que está bien y de lo que está mal. Sabemos, también, del excesivo protagonismo de nuestro ‘yo’; de la desafortunada, y nada recomendable, prevalencia del egoísmo; del torcido y nefasto ‘recurso’ de buscar responsables de errores o culpables de mezquindades en cualquier lugar… menos en el que se suelen encontrar: en nosotros mismos, inmediatamente bajo la superficie de una piel dúctil y permeable, o en las oscuras profundidades que esconden sombras bajo las que tememos algún día encontrarnos, esas que intentan acallar bajezas inconfesables, infamias demasiado lóbregas para aceptarlas, inmorales degradaciones que pervierten el amor y la bondad, metamorfoseándolas en una escoria despreciable que nos destierra, para siempre, de lo humano; que descuartiza la humildad y estrangula la generosidad, que extirpa la nobleza y carcome cualquier posibilidad, por mínima que alcanzase a ser, de recuperar la condición humana.
No sé cuándo ni cómo sucede, ignoro qué circunstancias han de concurrir en la mente desquiciada, probablemente anulada como tal, para que así suceda. El ‘por qué’ no me lo pregunto, no hay, ni puede haber, respuesta posible a semejante pregunta. Pero lo cierto es que ocurre.
Los resortes que han de moverse para que el que fue ser humano deje de serlo, eligiendo para hacerlo uno de los caminos más aberrantes, se escapan a lo asimilable. Es una travesía sin regreso, una puerta abierta que jamás se podrá volver a cerrar: nunca volverá la hoja a encajar en el marco, no habrá bisagras capaces de intentarlo siquiera…
Nos encontramos en otro mundo. No hablamos de derechos ni posibilidades, no de igualdad ni justicia: estas son metas que no debieran serlo, hace mucho tiempo que tendrían que haber sido realidades. Estamos en el peor de los infiernos, uno en el que su artífice y creador se sirve del sentimiento de alguien que lo amó para someter a su depravación la cercanía; uno en el que, alguien, por una condición física que se le regaló al nacer, devasta la confianza anulando al otro; embrutecido y cruel, abusa, maltrata, hiere y mata. Nada queda, entonces, del humano que algún día fue, ni modo por el que pudiese volver a serlo, tampoco. Cruzar esa línea es perderse en los confines de una noche sin límite… eterna, instalarse allá dónde la luz no alcanza. Es la oscuridad tenebrosa que le habita, la que le come desde dentro; la negra sombra primordial que devora la sustancia del hombre que, tal vez, nunca llegó a ser.
Ni complejos ni frustraciones padecidas, tampoco penurias, injusticias o calamidades sufridas; no queda resquicio posible, ninguno, para tan siquiera pretender buscar atisbo de razón alguna que explique semejante aberración.
La violencia de quien la desata contra ella excluye al responsable de todo lo que no sea espanto. No quedará entonces resquicio para la esperanza; ni a ella, palpando, incrédula, el horror que la destruye; ni a él, percibiendo el horror que es.
Es la hora sin comienzo, el minuto sin fin: el momento del monstruo. Es la sinrazón infinita, el pavor tangible, la pena honda, que se llena y llena hasta romper sentires, destrozar ternuras y quebrar vidas… es la hora del monstruo, la partida, en el viaje al interior de su miseria.
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