
Notas al Margen
David Fernández
Andalucía tiene que gobernar su futuro
El mundo de ayer
Estoy intentando recordar si es Alepo, Damasco o Antioquía. En Las cruzadas vistas por los árabes, en su epílogo, Amin Maalouf habla de una casualidad. Desde que los cristianos arrasaran con una de estas ciudades hasta que los árabes –o mejor dicho, los kurdos, los turcos, los bereberes– las recuperaran, pasaron justo cien años en el calendario cristiano, y otra cifra redonda en el calendario musulmán. Es como si las plegarias de los vivos y el recuerdo de los muertos fueran como reclamaciones que se registran ante la providencia, como una iniciativa legislativa popular que, pasados los plazos y presentadas las alegaciones, una mano invisible y omnipotente lleva a efecto con el mismo gusto por las efemérides que los políticos mortales.
Por cada una de estas coincidencias hay miles de acontecimientos que no se ajustan al orden que imponemos al mundo, y aun así cada una de ellas, cuando ocurre o la conocemos, activa una parte de nuestra sensibilidad amante de la armonía y los límites. Una acción produce una reacción, ambas igual de delimitadas y precisas. Pero sólo nosotros lo sabemos; no lo saben quienes elevan plegarias, quienes lloran en silencio, quienes miran al cielo o dentro de sí mismos esperando encontrar algo que no llega, porque la respuesta llega mucho tiempo después, casi siempre cuando son otros los que la oyen, o no llega nunca o todavía. Cuando a Zhou Enlai le preguntaron qué opinaba de la Revolución Francesa, contestó que todavía era muy pronto para saberlo.
La información tiene su recorrido, como la luz de las estrellas. Me ha fascinado siempre ese salto de tiempo entre dos realidades. El calor que recibe mi piel nació hace siete minutos, y esa estrella que titila en la lejanísima distancia tal vez esté hoy muerta. Incluso en esta época de inmediatez, todavía persiste un pequeñísimo lapso entre la emisión y la recepción del mensaje, y es familiar y tranquilizador ver que los corresponsales en el extranjero siguen tardando algo en contestar a los presentadores de los telediarios. En ese momento me imagino una voz subiendo por el cielo que convierte la saliva en dato y el dato en palabra. Hay recorridos más breves. Un hombre echa unos papeles a un horno y un producto que aporta el color al humo, negro o blanco, y el humo asciende veinte metros por un tubo y se pierde en el aire de Roma, y dice tanto. En ese humo están las voces, los consejos, las intrigas, el arte, la política, la historia, el destino. Paquetes de información disuelta que, como hacen los árboles con el agua y la luz, nuestros cuerpos procesan y convierten en vida. Somos un misterio.
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