El afinador de fuentes (Capítulo 16. Parte I)
Lecturas contra el coronavirus
Una mañana, mientras Mencía paseaba a caballo por el campo, vio a lo lejos a don José Galán que cabalgaba a galope en dirección al caserío.
Se extrañó de la prisa del ingeniero y decidió tomar la vereda del cerro de las Trébedes para interceptarlo.
Cuando don José la vio llegar por su derecha tiró de la rienda. El animal, obediente, se detuvo. Se dirigió entonces a ella con voz nerviosa:
–¡Han encontrado remedio contra la filoxera! Voy a contárselo a tu padre.
Mencía se unió a don José en la carrera. Entraron ambos, sin quitarse siquiera las espuelas, en el saloncito en el que se hallaba el marqués despachando unas cartas. Al recibir la noticia dio un grito de alegría.
–Han sido las vides americanas –explicó don José–. Aquellas que llevaron desde aquí hasta California los jesuitas para hacer vino de consagrar son las que han salvado a nuestras viñas y a las de toda Europa. Don José de Soto no se equivocaba, solo que al principio la vid americana se sintió rara en nuestras tierras de albarizas y por eso no fructificaba. Le repelía la abundancia de malas sales y su cal, pero al final los injertos han respondido. En muy poco tiempo veremos brotar uvas en las cepas que producirán un vino con sabor y olor igual a los nuestros de siempre. Los californianos, que están hundiendo con sus vinos las exportaciones de los nuestros, los han salvado de la destrucción con sus vides.
Como había pronosticado el ingeniero, en poco tiempo todo volvió a la rutina de siempre. Llegado octubre, las grandes familias propietarias de viñas se marcharon, como siempre, de veraneo. Y es que era costumbre en la comarca que el veraneo de los viticultores se demorara hasta el otoño, guardada ya la uva en los toneles.
Bailes en el casino, paseos por el pinar, excursiones… Todos parecieron haberse confabulado para hacer desaparecer de la memoria el nombre de aquel insecto maldito.
Muchas de las familias principales de la ciudad se trasladaron hasta la costa. Los pequeños pueblos de pescadores y sencillos artesanos vieron de pronto sus calles pobladas de damas elegantemente vestidas a la última moda de París y caballeros con pinta de lords ingleses. Los carros tirados por mulas dejaron paso a lujosos carruajes de nombres extraños: break, milord, duque, faetón, landó…
El aroma denso de los humildes potajes que inundaba hacía apenas un mes las calles estrechas se había mudado en ese otro empalagoso de las perdices con chocolate; el fuerte olor del adobo de los barrios más pobres, competía con ese otro, tan refinado, del lenguado meunière de las casonas del paseo marítimo.
También la familia de Mencía había decidido trasladarse, como cada año, hasta uno de esos pueblos de la costa.
La tarde anterior a la salida, paseaba Mencía por las cuadras cuando vio a Gabriel, el viejo guarda de la finca. Llevaba con la familia toda la vida, pues también su padre fue guarda y de él había heredado el conocimiento de la cacería y un sorprendente instinto para adivinar por dónde andaban los pocos furtivos que se atrevían a levantar la caza de ‘Lavapájaros’.
Fue Gabriel quien había inculcado en Mencía la afición por la caza y le había enseñado todo lo que sabía, que no era poco. De él aprendió a seguir los aliviaderos del monte, siguiendo las escorrentías, para coger a contraviento a los faisanes; a distinguir, por el modo de volar, cuando a un bando de perdices lo había levantado el aire, una vaca o un hombre; a saber, solo por los jais, si los perros tenían acosado a un venado o a un guarro…
Sin embargo, la lección que nunca olvidaría la recibió una mañana, siendo niña.
Observaba Mencía que su foxterrier no paraba de rascarse hasta hacerse sangre.
–Eso son las pulgas -dijo Gabriel-. Vamos a espulgarlo.
En lugar de dirigirse al cuarto del veterinario, subió a Mencía a la mula y cogió el camino del monte, halando de la rienda. El perro andaba detrás de ellos, rascándose en cuanto hacían una parada para abrir alguna cancela.
Gabriel se dirigió a un apretado de lentiscos que apestaba terriblemente. Apartó unas ramas y tiró de las patas de un zorro muerto hasta sacarlo al claro. Mencía se tapó la nariz y sintió ganas de vomitar, pero no quitaba ojo a lo que hacía Gabriel.
Cogió al foxterrier por el cuello y empezó a frotarlo contra el zorro. El perro miraba a su ama con los ojos asustados. Unos segundos después dijo Gabriel:
–No hace falta más. Ahora ya lo sabes: cuando vuelva otra vez a coger pulgas no busques remedio en el veterinario, sino en un bicho muerto, porque el fato de la muerte echa a las pulgas fuera. Ya verás cómo éste, mientras le dure la peste, no agarrará ni una.
Poco tiempo, sin embargo, le duró al foxterrier el remedio de Gabriel. En cuanto llegaron a casa, el marqués, nada más sentir como se llenaba todo del hedor del perro, ordenó que lo enjabonaran con ‘Zotal’, que nunca faltaba en su casa porque le tenía tanta fe como remedio –lo mismo para personas que para animales– que, como no se comercializaba en España, lo mandaba traer directamente de Londres. Pero el olor de la muerte es empedernido y costó una enomidad que el pobre chucho lo perdiera del todo. Durante ese tiempo no se le dejó entrar en la casa.
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