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Simón Bolívar estuvo de moda entre el progresismo español durante la Transición. Los Sabandeños le cantaban aquello de “vamos de nuevo Simón” y en la Avenida de la Palmera de Sevilla, donde solo unos años antes se celebraban los desfiles de la Victoria, le dedicaron una pomposa estatua ecuestre. Tiempo después, alguien con ingenio, retranca y cultura, dijo que aquello había sido como si hoy le hiciésemos una efigie de Puigdemont en un lugar principalísimo de la ciudad.
De Simón Bolívar, como de cualquier personaje histórico, se pueden pensar muchas cosas. Armas Marcelo le tenía una especial manía, y siempre señaló que fue el hombre que traicionó a Francisco de Miranda, el olvidado precursor de la emancipación americana. Otros han destacado su condición de depredador sexual o de pijo mantuano. Gabriel García Márquez, en El general en su laberinto, nos lo presenta ya viejo, enfermo, desengañado y buscando las tablas del exilio o la muerte. Pero el que, quizás, emitió un juicio más duro y descarnado sobre el prócer fue Karl Marx, quien en un artículo escrito para la New American Cyclopaedia lo describe como un general torpe y un político nefasto, lo cual hace risible todos esos intentos de unir el marxismo con ese nuevo populismo llamado bolivarismo. Pese a todo lo dicho, por lo general, en América, y especialmente en Venezuela, se le adora como a un Dios. Bolívar, sencillamente, es el venero de la patria. Y la patria por allí sigue siendo cosa seria.
Hoy en día, en España, muchos ven a Bolívar como un elemento más de la tradición guerracivilista y centrífuga hispana. Los conflictos de la emancipación americana tuvieron mucho de continuación en ultramar de la gran guerra civil que enfrentó en la península a los liberales contra los partidarios del Antiguo Régimen, un larguísimo y agotador proceso que fue desde la invasión napoleónica hasta el final de la Segunda Guerra Carlista (la que para algunos es la tercera) en 1876.
Bolívar tenía fama de hablar y escribir muy bien. A él se le atribuye la hermosa frase de “hacer la revolución es arar en el mar”. El libertador se quedó corto, porque casi podríamos decir que cualquier empeño humano es “arar en el mar”. El destino de todas las grandes y menudas acciones del hombre es desaparecer bajo la espuma de una historia que también desaparecerá. Vanidad de vanidades. Y todo esto para decirles que hay días que la actualidad es una pasión inútil, un gran muerto que solo se puede conllevar orteguianamente, como Cataluña. Que nuestros surcos no son más que caminos llamados a ser borrados por la primera ola. Y aún así, qué gran aventura esta de la pompa de jabón en medio del apocalipsis.
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