Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Cansado de estar cansado

Es una sensación muy desagradable, me genera algo de angustia, mucha frustración y una especie peligrosa de hartazgo que se acerca a lo que podríamos llamar: resignación inconforme.

Si muchos, por fortuna cada vez menos, de mis días pasan –porque vivir, es otra cosa- dentro de una sociedad como la nuestra, condicionada por individuos que me son ajenos, en todo, con intereses extraños, valores huecos e intenciones incompatibles con las que a mí me inquietan; si el bienestar de las personas que quiero puede depender, en gran medida, de las decisiones que toman otras personas a las que no les importan lo más mínimo las personas que sí me importan a mí; si hacer reales las posibilidades de felicidad de las que vamos disponiendo a lo largo de nuestra corta vida, se va escapando a nuestro control para caer bajo el de alguien, no importa quién, que no seamos nosotros… uno, no puede, ni debería, estar tranquilo.

Hemos ido progresando, avanzando en la formación de grupos humanos capaces, mal que bien, de vivir juntos sin sacarse los ojos “por un quítame allá esas pajas”. Hemos inventado la Ley, designado a los responsables de aplicarla y a los de hacerla cumplir. Se trata de buscar formas, modos, maneras, que nos permitan usar el tiempo cómo y en lo que vale la pena ser empleado.

El tiempo, el que nos importa: el nuestro, siempre escaso, a veces a destiempo, a veces furtivo, casi siempre esquivo, es, por limitado e irrepetible, y sin duda, lo más valioso que tenemos. Sin embargo, nuestra sociedad, la que nos hemos dado, parece querer privarnos del manejo personal de este bien, tan preciado como a veces despreciado.

Casi asfixiados por un exceso, intencionado y patológico, de información inútil –la que no lo es, siempre es bienvenida-, las metas naturales hacia la que nuestra incesante búsqueda del bienestar emocional nos guía, se difuminan entre nimiedades, absurdos insustanciales y cotidianas frivolidades. Nos perdemos, nos invitan a perdernos, en un laberinto gris, teñido de falsos colores y bengalas centelleantes que no hacen sino distraernos, hasta que ya es demasiado tarde para rectificar, de lo único que nunca debería ausentarse de nuestra voluntad: vivir el tiempo que tenemos.

Pero somos coautores, voluntarios por estupidez o involuntarios por dejadez, de esa trama siniestra que favorece a quien la orquesta y nos hunde en lo anodino, en lo trivial, en esa “nada cotidiana” que tan bien describía la escritora cubana Zoé Valdés en la novela que bautizó con ese mismo nombre. Lo somos, porque sin nuestra aquiescencia o con la inercia implícita en el no querer decidir a tiempo, aparecemos como “colaboradores necesarios”, cómplices imprescindibles para mover ese telar en el que se urdirán las redes de nuestra condena.

Trabajamos y luchamos, caemos y nos levantamos, reímos, por no llorar, y lloramos por no saber reír… Es la brega por ser lo que creemos que queremos ser, el empeño por estar y sentirnos bien, la desazón por temer no poder conseguirlo, la congoja de intuir una impotencia más fuerte que nuestros deseos. Es la incierta convicción de habernos equivocado, desde el principio, la ansiedad de pensar haber errado entonces o no haber sabido acertar después, quien sabe…

Pasamos demasiado tiempo, de ese que nos debiera importar, mirando… sin ver; viendo como nos miran, pensando en cómo querríamos que nos viesen para ajustarnos a su mirar… Intento vano de todo lo que por bien nos pudiese venir, acierto pleno de no alcanzar, que valga la pena, nada.

Me cansa el cansancio de sentirme cansado para seguir hasta donde quiero llegar, pero no puedo evitar seguir queriendo no estar cansado, para poder llegar.

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