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Luis Sánchez-Moliní
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La vida cómplice (Pigmalión, Madrid, 2022) es el sexto poemario de Francisco Lambea Bornay (Villanueva de la Serena, Badajoz, 1968). Como en sus anteriores entregas, el escritor recrea pasajes íntimos de su biografía y plasma sus afectos en imágenes bellas de gran delicadeza. Ahora añade el ingrediente jugoso de una ironía siempre amable. El volumen reúne un centenar de poemas luminosos, que van de la nostalgia evocadora al simbólico vuelo de las gaviotas. En palabras del propio Lambea, constituyen «un canto que define la existencia como una cosa seria, pero a la que no hay que mirar de continuo con ojos solemnes». La infancia, el periodismo, el amor, los hijos, las ausencias, las horas bajas, lo cotidiano se suceden en versos de transparente intensidad.
La poesía de Lambea Bornay es el canto sereno de un corazón noble. Por ello, matiza en la 'Introducción' que utiliza el término “cómplice” en el sentido de “una solicitud de ayuda, de entendimiento, de benevolencia o de simple compañía”. El interior del poeta se dice en palabras desbordadas de amor; con una limpia capacidad de asombro, remiten a aquel niño vestido de luz que sentía “el infinito en un patio”. Pues la ternura y la bondad constituyen el núcleo de composiciones cuya cadencia devuelve las músicas primeras de la edad.
El autor transita el curso de los años y llega al convencimiento de que “el tiempo/ espuma era en la playa de los días”. Contempla la vida como un viaje, poblada de estaciones y sucesivos exilios, donde irrumpen la amistad y el amor, junto a la práctica del oficio periodístico. La influencia del ejercicio profesional se percibe en ciertos poemas de expresión próxima a la columna de prensa —el soneto del periodismo, como dijera el maestro—. Este prosaísmo, atenuado por una delicada imaginería y un léxico escogido, conviene al despliegue de la agudeza y a la crítica implícita, que en este poeta nunca es ácida.
El mar se va haciendo presente, inundando las páginas de materia lírica, así como la naturaleza y sus estaciones, los jardines y sus árboles de “justa estatura” y sus pájaros. Pero también hay poemas urbanos, en los que la ciudad de El Puerto de Santa María —de donde es vecino Francisco Lambea desde hace bastantes años— encarna un necesario protagonismo: “Nunca pensé que alcanzaras/ tanta importancia en mi vida,/ ciudad de las pupilas saladas,/ de palacios hidalgos y vino/ ensolerado en el aire”. Todo conduce a una sabiduría existencial que celebra la armonía del alma y la felicidad sencilla. Para el poeta, escribir es una exploración interior y los libros, una amistad tendida: “busco así en los poemas/ un rastro de luz/ en la hojarasca de sombras”.
El poema que culmina y da título al conjunto compendia vivencialmente las lecciones aprendidas: “para ser feliz/ basta con unos cuantos amores correspondidos/ y una leve pero perpetua/ complicidad de los días”. La vida cómplice es un libro sereno y sabio, armónicamente constituido, vertebrado por una emoción intrínseca que emana como una confidencia. En él se manifiesta una concepción de la vida, pero también de la poesía y una devota actitud hacia esta. Su autor ve los poemas como oraciones paganas y, a propósito de ellos, dice que tal vez algunos “asciendan hasta la llama/ y aspiren a ser libres de su propia ceniza”.
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