Tribuna libre

Manuel A. González Fustegueras

La ciudad decorada

16 de septiembre 2025 - 05:12

La polémica surgida en torno al “monumento” de la Plaza del Arroyo puede ser una magnífica oportunidad para reflexionar sobre dos males que aquejan al urbanismo contemporáneo: por un lado, la obsesión por “inventar” a cualquier precio; por otro, el afán de llenar cualquier vacío, de decorarlo todo. Así, sin importar su pertinencia, aparecen aquí un “edificio singular”, allá un “monumento religioso”, más allá “esculturas ecuestres” o “minotauros”, y en algún rincón hasta una “carabela” o un “michelín”.

De este modo, la estatuaria, el mobiliario urbano desmesurado y ciertas arquitecturas de arte y ensayo se convierten en coartadas de la ciudad genérica: un exorcismo inútil y una cortina de humo simbólica frente al avance persistente del fango inmobiliario que, en una insoportable mezcla de coerción y tedio, anega nuestro paisaje.

Sin embargo, estas obsesiones parecen desentonar con las verdaderas exigencias de nuestro tiempo. Lo que la ciudad necesita no es un repertorio de artefactos desmesurados, propagandísticos o ficticios, sino el fortalecimiento y consolidación de aquello que la experiencia ha demostrado útil y adecuado para nuestra cultura. Me refiero, en especial, a ese arte singular de construir ciudades: un arte con función primordialmente de servicio, respaldado por una larga y magnífica tradición que ofrece un caudal de soluciones que sería absurdo desechar sin una razón sólida.

La ciudad es una de las obras más costosas que produce la sociedad, tanto en inversión como en esfuerzo. No podemos permitirnos despilfarrar recursos ni cometer errores graves en su planificación o construcción. La ciudad debe acoger a muchas personas durante generaciones, y sus defectos se pagan caro y durante mucho tiempo.

No son los monumentos de postal los que dan forma esencial a la ciudad, sino el conjunto diverso de sus barrios y esa trama continua de tejidos residenciales. Ellos configuran las múltiples facetas de la normalidad —no trivialidad— que sustenta la viabilidad urbana y la calidad de la vida en común: la normalidad de lo sencillo y de las formas auténticas.

No obstante, muchos responsables del urbanismo —y no pocos arquitectos que trabajan en la ciudad— parecen empeñados en llamar la atención. Y es que cualquier gesto llamativo recibe, de inmediato, el foco mediático, siempre más atento a lo que rompe las normas que a lo que las cumple con calidad. Así, la ciudad real se va transformando: de un lado, en un páramo estético, una extensión anónima de promociones inmobiliarias de ínfima calidad; y, de otro, en un conglomerado animado por gestos individuales, un parque de atracciones de emociones prestadas —y, en realidad, impuestas— que acaban ocupando un espacio desmesurado en el debate ciudadano, relegando las grandes decisiones estructurales a un segundo plano, casi invisibles.

Lo que necesitamos es exactamente lo contrario. Si la ciudad ha de ser escenario de la vida, no puede degenerar en un cúmulo de intervenciones fragmentarias al servicio del mercado ni en una vulgar feria de vanidades. El carácter colectivo del espacio público exige comprender que no se trata de multiplicar lo anónimo ni de obsesionarse con lo singular, sino de ganar en calidad, de unificar el lenguaje del espacio urbano como garantía de identidad cultural y permanencia, y de reducir la invasión de elementos especulativos.

Esto es particularmente necesario en una época de sobreestimulación sensorial. Quien pasa gran parte del día frente a una pantalla parpadeante no quiere necesariamente reproducir esa experiencia, constante e invasiva, en los espacios públicos de su ciudad. Nietzsche advirtió ya en 1886 que los habitantes de las grandes urbes pronto necesitarían crear un espacio vacío —es decir, lleno de espacio— para poder reencontrarse consigo mismos. Más de un siglo después, poco más se puede añadir a esa intuición.

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