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Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

El destierro de la lealtad (y II)

El destierro de la lealtad -I-

La segunda parte de esta escueta historia trata sobre la lealtad del otro, o hacia el otro; espesa harina, esta, de otro, muy complejo, costal.

Dejamos claro en la primera parte del artículo, que sin haber conseguido el grado de lealtad exigible, que una nobleza decente podría aceptar, sin falsos “favores” ni groseras “rebajas”, para considerarnos, de modo honesto, personas coherentes y consecuentes, no podemos aspirar, mucho menos reclamar, lealtad a los demás -poder, lo que se dice “poder”, podremos, pero ya les aseguro que la empresa, a más de pretenciosa e hipócrita, resultará cínica y del todo vana-.

Puede que lo primero sea la lealtad, lo segundo la lealtad, y lo tercero, la lealtad también. Nada de lo que debiera seguir, es factible si ella falta.

Es cierto que, según el carácter y temperamento de cada cual, las desventuras que provoca el desleal son de muy distinta intensidad y, por tanto, las consecuencias que afectan al que sufre de traición varían de acuerdo con la fortaleza espiritual de quien la padece, pero una cosa podemos afirmar: siempre son destructivas para la salud sentimental del doliente.

La dificultad de “lo leal” es que, llegado el momento de anteponer la fidelidad al propio ego, es necesaria la altura moral suficiente para ser capaz de mantener el compromiso por encima de la conveniencia, y esta, llamémosle “facultad”, está al alcance de pocos. No debiera ser así, tendríamos que comportarnos con el otro del mismo modo en que nos gustaría que él lo hiciese con nosotros, pero, bien el puro egoísmo, bien la vanidad, la codicia o el fatuo orgullo, suelen ser más poderosos que la débil fragilidad de la “carne” que nos conforma y condiciona nuestra alma, con ella, nuestra actitud.

La satisfacción que se instala en quien percibe la lealtad de un amigo, familiar o compañero, por placentera y reconfortante que sea, no alcanza en intensidad inversa, ni de muy lejos, al daño demoledor que la traición provoca. Confiar en alguien implica desarmar la coraza, más gruesa e impenetrable, o menos -esto dependerá de lo por cada quien vivido y del modo en el que haya afectado a sus sentimientos-, con la que nos revestimos parar hacer frente a las adversidades por venir: exponemos, entonces, lo íntimo, quedamos, si así puede expresarse, “desprotegidos” ante la posible insidia, perjuicio, o felonía. En este estado, nuestra fragilidad ante la posible agresión que supone la deslealtad, multiplica los destrozos que puede ocasionarnos si hemos de soportarla; el golpe puede llegar a ser definitivo, si no de consecuencias fatales, que también, en tal grado que quien ha visto degollada su confianza por quien por más fiel tenía, difícilmente, por no decir: jamás, volverá a ser exactamente como era. Quien se ha quemado con una sartén caliente tiene buen cuidado de no volver a acercar su mano a la sartén, pero la ampolla ahí se queda.

Pero referirnos a la lealtad de modo genérico es, creo, un grave error de apreciación: no podemos poner en el mismo plato la falta leve en un asunto intrascendente y el fraude a la confianza en cuestiones relevantes, decisivas o definitivas. Las consecuencias de las primeras las podríamos calificar como “nimiedades”, casi “obligadas” en el acontecer de cada día: no seamos más papistas que el propio Papa; en el caso de las segundas, la cosa es bien distinta. Y yo diría que lo es, más que por la cuestión de la que se trate, por quien haya sido la persona responsable del fraude al lazo que nunca pensamos se podría quebrar. Luego, cada uno tiene su propia vara de medir, cada quien es soberano para calibrar, asumir, o no, lo sucedido; parar entender, o no, lo que parece incomprensible; para comprender lo que pensaba imposible; parar perdonar, olvidar, o restituir lo que nunca debió marchar…

Hay caminos, no muchos pero si varios, para tratar de no fallar a la lealtad de quien la merece. El primero es escoger, con mimo y atención, las personas de las que queremos rodearnos: ni todos, ni el que llegue, ni tampoco el que parezca. Si elegimos a quien queremos, si estamos con quien de verdad sintamos, si nos alejamos de unos por lo que dicen que son y de otros por lo que tienen, de estos por lo que nos puedan dar o de aquellos por lo que nos pueda convenir, entonces nos quedaremos con aquellos a los que queramos unir nuestro existir, con los que, siempre, resultará mucho más factible mantenernos fieles a la ética y la confianza. El segundo es, como hemos dicho, luchar por dar lo que pedimos, exigirnos lo que reclamamos, pretender lo contrario sería una distópica utopía. Lo tercero es saber rectificar: todos cometemos errores, todos fallamos, todos nos defraudamos, a nosotros mimos y a los demás, pero si la falla es intencionada, alevosa y reiterada, la solución única es la ruptura, no queda otra. Alguien lo escribió: un deseo no cambia nada, una decisión lo cambia todo. Y también nos lo dice el refranero: “más vale una colorá que ciento amarillas”.

Es un tesoro, la lealtad, a reconocer, apreciar y saber preservar; a practicar, asumir e integrar en nuestra actitud. Es una lacra, la traición, a desvelar, repudiar, y expulsar; a abdicar, de la que renegar y a la que no someternos jamás.

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