Ad hoc

Manuel Sánchez Ledesma

Un día de cólera

08 de mayo 2016 - 01:00

NO puedo por menos que manifestar mi admiración por Arturo Pérez Reverte el periodista, escritor y miembro de la Real Academia Española que con ocasión de recibir el pasado 2 de mayo la Medalla de Plata de la Comunidad de Madrid aprovechó su discurso no, como suele ser habitual en estos casos, para lisonjear a las instituciones y dar coba a sus dirigentes sino, muy al contrario, recurrió a su fina ironía para poner en evidencia a los políticos y altos cargos de la nación presentes en el acto. Empieza diciendo Pérez Reverte que hubiese preferido recibir la Medalla de Oro pero que es de extrema justicia que el máximo galardón se les conceda a los rectores de las universidades madrileñas (allí presentes) de las que salen, año tras año, cientos, a veces miles, de jóvenes condenados a buscarse la vida fuera de España, exiliados, ninguneados y olvidados. A ellos, a esos jóvenes que estos rectores pastorean en su etapa de estudiantes quiere el creador del legendario Capitán Alatriste, dedicarles su medalla de plata y más en una fecha como esta, el Dos de Mayo, una de las pocas fechas -continua diciendo- en que es posible no avergonzarse de ser español.

Paradójicamente, y lo explica con todo detalle Reverte en su novela Un día de cólera, esa fecha en que unos cuantos madrileños se levantaron contra los franceses con una mezcla de coraje, fanatismo, valor y patriotismo, se inició un proceso que trajo consecuencias terribles para España. Aquella épica callejera nos metió en una pesadilla que arrastramos hasta hoy. La razón, el progreso y el futuro estaban del lado de los franceses y combatirlos era defender el oscurantismo y el absolutismo representado por unos curas fanáticos y unos reyes incapaces a los que vilmente nos sometimos al grito de "vivan las caenas". Dos siglos después, volvemos a tomar el camino equivocado al permanecer impasibles ante la salida en tropel de licenciados españoles hacia el extranjero en busca del trabajo que aquí no encuentran. El estado (y las familias) realizan una fuerte inversión económica en su formación, pero serán países ajenos los que obtengan los beneficios de sus conocimientos. El gobierno intenta minimizar el impacto de la emigración de estos jóvenes (cerca de 300.000) hablando de "movilidad exterior" o "impulso aventurero"; en realidad lo que se está produciendo es una genuina "fuga de cerebros" (no emigran los del "botellón" o "gran hermano") que nos priva de nuestros mejores activos. Resulta patético -dice Reverte- que el mejor consejo que ahora se pueda dar a un estudiante prometedor sea: "Niño aprende bien inglés para poder largarte pronto de aquí".

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