Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Sudor azul
Monticello
Cuando el falangista Dionisio Ridruejo se enrolaba, muy joven, en la División Azul, para luchar contra el comunismo junto al ejército nazi, José Bergamín, exiliado en México, era ya un hombre comunista hasta la muerte, aunque sin dar un paso más. Ante la muerte Bergamín sería católico, tal como en la vida veneró la santidad cristiana. Machado y Falla, decía, eran los Santos que conoció. Seres milagrosos y liberados de culpa. Bergamín, a quien tengo en la peana y me encomiendo, un Santo no siempre fue. Tomó bando, el poeta, cerró filas y, en el fulgor de la guerra, su palabra fue severa con el enemigo azul y el disidente rojo. Cuando en 1958 vuelve Bergamín a España, el disidente, de Franco, era Dionisio, que ya había padecido destierro y cárcel. A ambos les unirá un manifiesto que, suscrito por otros intelectuales, muchos exfalangistas, fue dirigido al ministro Manuel Fraga, denunciando torturas a los mineros asturianos en huelga. Sólo Bergamín recibirá contestación y señalamiento. Como cursi figuración monárquica describió el propio escritor, en esas fechas, el teatro de Ignacio Luca de Tena. Motivo suficiente para que el aludido usara una página de su ABC, retratando a Bergamín en 1936 con el mono azul y la pistola. Aquello costó a Bergamín su segundo exilio y a Luca de Tena una contestación lapidaria de Ridruejo: tú, un español privilegiado... no puedes soportar que un escritor, desasistido de todas esas seguridades y ventajas, considere cursi una de tus obras dramáticas... y discrepe de tus ideas... sin sentarle en el banquillo en que se sustanciaron -unilateralmente- las responsabilidades de la Guerra Civil y sin apelar al hecho terminante de que tú eres uno de los vencedores, y él, uno de los vencidos. Cerraba su carta Dionisio con el vaticinio de que sólo cuando los españoles usen el humilde nosotros a la hora de recontar las culpas, este país tendrá ante sí algo que se parezca a un porvenir. Esa misma humildad nos interpela hoy a nosotros, engreídos peones de guerras culturales, ya que quién sabe a qué altura hubiera estado nuestra vileza o nobleza en aquella hora de España. A Bergamín, mi Santo, lo enterraron en Fuenterrabía con honores de gudari. Su ataúd lo cubría una ikurriña. Has buscado siempre lo mismo: crucificarte, escribió María Zambrano como despedida. Entre los asiduos visitantes de su exilio euskaldún se encontraban un torero gitano, de Jerez, y un prodigioso bailaor flamenco, pancatalanista de Elda. Hay una España extraña. Santa, brutal y espiritual.
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