Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Para muchos asuntos soy un ignorante. Hay que admitirlo sin pudor. Es decir, nunca voy a respirar la poesía ni a calarme el sombrero como lo hace Pepín Mateos; me pierdo en los caminos del flamenco, donde José María Castaño tiene las llaves de una Biblioteca de Alejandría; y ya quisiera yo tener el olfato que tenía Pilar Pla para los negocios y para las soleras. Esto por no hablar de disciplinas más técnicas o científicas, que las matemáticas de tercero de BUP las saqué anteayer. Creo que es saludable tomar conciencia de nuestras enormes limitaciones. Primero porque te ahorras un puñado importante de frustraciones, siempre tan fulleras y afiladas, y luego porque aprendes a no pontificar, a no sentar cátedra así en general, y muy especialmente, desde luego, cuando no tienes ni repajolera idea del asunto. Según un dicho popular, es mejor callarse y parecer idiota que abrir la boca y despejar todas las dudas al respecto.
El modus operandi de algunos tertulianos y cuñados, opinar sobre todo y pese a todo, se ha impuesto en nuestros días. Más allá de la política y de Morata, ahora cualquiera te calienta la oreja con las esferificaciones, la junta de la culata, los aranceles de Trump o la guerra fría de Eurovisión, qué pereza. En fechas como estas es muy habitual, por ejemplo, leer y escuchar sandeces descomunales sobre El Rocío. Este es un caso muy particular porque aquí la incontinencia verbal suele ir aliñada con generosas dosis de sectarismo, falta de respeto y una supuesta superioridad intelectual rayana en el desprecio a la fe y las creencias religiosas. La gran mayoría de los ataques proviene de verdaderos ignorantes -en el sentido más literal de la palabra-, gente que no ha puesto un pie en su vida ni en El Rocío ni en el Coto ni en nada que se le parezca, pero que saca a pasear su más tóxica verborrea y sus opiniones manchadas de prejuicios, ideología e intolerancia. Las actitudes censurables en un acontecimiento de masas como es la Romería del Rocío suponen un porcentaje mínimo y en cualquier caso los rocieros somos los primeros interesados en arrinconarlas. No necesitamos que alguien que odia todo lo que representamos venga a ponernos nota.
Siempre es aconsejable ahorrarse una opinión cuando no se conoce el paño. Esta es una lección que se aprende con el tiempo, como también se aprende a reconocer al que, además de ser un ignorante, solo abre la boca para derramar su mala baba.
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