Los medios de comunicación informan de jóvenes que se reúnen en botellones, fiestas o cualquier forma de placer que elimina el uso de la mascarilla y la distancia personal. Algo ocurre con estos chicos a quienes no les importa ponerse en peligro ni piensan en los demás. Una de las causas puede ser que se hayan desarrollado en hogares disfuncionales, donde el despotismo y la violencia han sido protagonistas. También la sobreprotección puede haber causado daños en su formación, convirtiéndolos en tiranos egoístas que sólo buscan su gratificación inmediata.

Es posible que a estos jóvenes nadie les haya dicho que ser libre implica la capacidad de poner límites, de elegir caminos y de rechazar lo que pueda ser pernicioso tanto a nivel individual como colectivo. La verdadera libertad consiste en echar el ancla ante aquello que vaya en contra de la salud, de la integridad, de la moral y de los valores que custodian el bien común de una sociedad.

Cortar el hilo que une la libertad con un crecimiento integral adecuado, es perder el rumbo y exponerse a peligros que pueden derivar en esclavitudes físicas e intelectuales que conducen al sufrimiento, lo cual convierte a los individuos en marionetas de poderes o ideologías que harán con ellos lo que deseen.

Obviamente no todos los jóvenes son así. Los hay que han nacido en familias integradas y que han aprendido el valor de la empatía, la fraternidad y la convivencia. En estos casos, los hijos saben que su libertad debe estar unida no sólo a la responsabilidad de hacerse cargo de sus vidas, sino a la de orientar sus acciones al bien y a todo aquello que sea capaz de enriquecerles. Si lo conocen desde una edad temprana, serán adultos que erradiquen de sus conductas los caprichos, la manipulación y el victimismo. En cambio, si han crecido a base de chantajes y agresiones serán conflictivos incluso en la madurez, basta con echar una mirada a algunos de nuestros políticos para poder imaginar quién ha crecido en qué tipo de familia.

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