Jerez: en la muerte de Juan de la Chica

Juan de la Chica, en el centro con la cinta en el pelo, de joven costalero de Loreto.
Juan de la Chica, en el centro con la cinta en el pelo, de joven costalero de Loreto.

26 de septiembre 2025 - 05:22

El maestro de articulistas Antonio Burgos dejó escrito -verba volant, scripta manent- que a Sevilla le sucedía como a los buenos pueblos, esto es: “al final no somos tantos y todos nos conocemos”. El catón. Quienquiera que se erija en tergiversador de la realidad social de una localidad de nuestra Andalucía occidental, lleva todas las de perder. Para bien o para mal, cada cual ocupa un lugar en el mapamundi de nombres y apellidos del entorno. Adulterar -falseándolo- este dramatis personae es desbarrar infructuosamente. Las necrológicas periodísticas derivan del conocimiento en primera persona del singular. De la experiencia propia. De cuarto y mitad de sensibilidad. De la capacidad de observación y retentiva. Y, quizá, de cierta sazón literaria. El resto sobreviene por añadidura. Cuando la emoción del escribano entra en danza, entonces estas premisas quedan al arbitrio de toda relatividad. Porque la lágrima a menudo descentra y hasta desestabiliza el folio en blanco.

Esta circunstancia acaece cuando muere un cofrade. El sentimiento prevalece sobre el punto y seguido. A más inri si el fallecido es Juan de la Chica Soria, tan apreciado y por lo demás archiconocido en el mundo -ojalá nunca llegue a submundo- de las cofradías. Pese a que ha dejado de existir a la edad de 62 años, Juan inició su andadura en las Hermandades prácticamente cuando la noche de los tiempos de nuestra memoria alcanza sus primeras secuencias. Forma parte del imaginario nostálgico de quienes hoy peinan canas. Esta contextualización responde a que Juan ya estaba integrado en el seno interno del día a día de las corporaciones nazarenas desde su más activa y dinámica infancia. Cayó de pie en el reino de la ilusión cofradiera. Tal fue su predisposición al compromiso. Juan tenía un deje de voz como muy lánguido. Alargaba en descenso las últimas sílabas de cada frase. El timbre, ni atiplado ni grave. Horizontalizaba cada expresión como en una hamaca mecedora que jamás entonó picos altos. Delgado, a veces flacucho. Los ojos achinados, como nacientes de un orientalismo silente y reflexivo. Siendo jovencísimo ya era un clásico. Tocó todos los palos, principalmente el musical en la banda de San Juan y el costalero bajo las trabajaderas por ejemplo de la primera cuadrilla de hermanos de la Virgen de Loreto.

Juan mantenía con un servidor largas conversaciones en polideportivos al aire libre de cualquier mediodía del sábado de hace mínimo treinta y cinco años. Juan de la Chica era una persona de gran profundidad religiosa, rasgo que guardaba en su fuero interno. Parecía reservado y sin embargo dialogaba extrovertidamente. Venía de vuelta de ciertos estragos por los que nunca esbozó la más mínima queja. Luchador y no conformista, se daba a querer. Protagonizó, insisto, la heroicidad de una cuadrilla de costaleros -todos adolescentes de 14 y 15 años- que portaron en 1981 el regreso de la Reina de los Cielos desde Santo Domingo a su sede canónica de San Pedro. Juan se reencontró ayer en el paraíso con su entrañable amigo y hermano Sacrificio Martínez Romero, capataz precozmente malogrado. ¿Verdad que sí, Íñigo Pérez de Azpillaga? Juan estaba muy relacionado con el Cristo del Amor, Amargura, Santo Crucifijo, el Carmen... Y con la Hermandad del Rosario de Capataces y Costaleros, inclusive en responsabilidades dirigentes. Bastión indeleble de ese Jerez cofradiero que proviene de unos cánones no adulterados por la ventolera de los modismos y las novelerías. Juan de la Chica era todo menos un intruso. Todo menos un advenedizo.

Juan, en el germinar de la década de los 80, era un chiquillo junto a coetáneos y contemporáneos como Alvarito Argüelles, Pedro Alemán, Josemari y Rafa Perea, Alberto Saldaña… Desechaba el escepticismo y la indolencia. Anduvo comúnmente preocupado por la conservación del patrimonio material de las cofradías. De ahí que te lanzara la primicia del acuerdo de la Junta de Gobierno en cuestión a favor de la restauración del manto de… O de la Cruz de Guía, o de los candelabros de cola… En este sentido siempre se manifestó en base a un pragmatismo fuera de toda murmuración. El cuchicheo no calzaba con su libro de estilo. Pese a que cultivaba un natural y espontáneo sentido del humor, no fue amigo de bromas pesadas -ni desproporcionadas-. Si las gastaba, era de higo a brevas. O, por mejor decir, de Pascuas a Ramos. Amó con locura a su mujer -estuvo inquieto cuando la mantuvieron en chapa y pintura para sanarla un pie- y, por descontado, a su hija. ¡Menudo padrazo! No olvidaremos la estampa de la niña con su progenitor por la zona de Madre de Dios. Rara vez antepuso Juan el yo por delante. Vivió con la sencillez cristiana de los destacados hijos del Señor. Los últimos serán los primeros…

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