Jerez: ha muerto Manolo Rosado de 'La Casa Rosa'

Fotografía histórica del mítico establecimiento ‘La Casa Rosa’.
Fotografía histórica del mítico establecimiento ‘La Casa Rosa’.

27 de enero 2025 - 05:15

La nostalgia fluctúa por rachas: escribe el prontuario de sus nuevos capítulos a trote de caballo cartujano. La ciudad a veces se encapota de una lírica granulada, como un decaimiento con trazas de aprensión colectiva. Jerez -que es nuestro andamiaje no sólo genealógico- se refina como el ingenio de un alquimista supeditado al formalismo de su destreza. León Felipe -poeta libre que nunca tuvo atascos estilísticos de consideración- advirtió de la fugacidad del instante: “Pasan los días y los años, corre la vida…”. Enero propone la subordinación del individuo a su ramal paterno. El frío adquiere una conciencia incluso táctil. Los cafés vespertinos no abundan como en otras localidades vecinas. El tiempo ha cambiado a regañadientes ciertas costumbres de antaño. Las tertulias privadas desechan por veces la quincalla ideológica. La juventud abandona la inclusión de la política en las conversaciones de media tarde. Craso error: la política no es calamidad sino ciencia sin soldaduras cuyo factor de cohesión siempre muscula el beneficio social.

Jerez es un collage de transeúntes que a mediodía caminan aprisa. A los excéntricos los viste el sastre de la anonimia. Los heterodoxos no sojuzgan pero sí imaginan experiencias vitriólicas. Jerez apuesta vez tras vez por su carácter idiosincrásico. Ramón Gómez de la Serna dijo que la idiosincrasia es una enfermedad sin especialista. Esta afirmación con visos de aforismo ha envejecido pronto y mal. Hoy es todo lo contrario: ni enfermedad ni carente de especialista. Algunas frases tienen algo de funambulismo con fecha de caducidad. Siempre hay que confiar en la identidad inagotable del alma de nuestra bendita tierra. Cada localidad posee vida -y personalidad- propia. José María Izquierdo ya se adelantaría a nuestra época cuando aseguró que “ni lo castizo es lo que, por añejo, se rancia (…) ni lo clásico es lo que, por acabado, envejece y se extingue”.

La nostalgia, sí, nos entronca con ‘La Casa Rosa’, enseña de un Jerez que ya ha desaparecido. ‘La Casa Rosa’ se fundó en 1925. Situada entonces donde hoy está la boca del león. Posteriormente se traspasó a la calle Honda, ubicación emblemática que estuvo abierta a la fiel clientela hasta 1997. Acto seguido pasaría al local de la calle Santa María. Su propietario fundador fue Jerónimo Rosa Zafra. De este primer apellido viene el nombre del mítico establecimiento de tejidos, camisería, artículos de ocasión, especialidad en pañerías y géneros de punto. Según la publicidad de sus comienzos, “vende los artículos blancos a precio de fábrica, debido a sus grandes compras”. Pronto se granjeó merecida fama y reputación. Dos empleados destacaron en su permanencia tras el mostrador: Antonio Guerra -y su portentosa voz grave- y Manolo Rosado Pichaco. Cuando falleció el propietario, el negocio pasó a manos de ellos dos. Al morir Guerra, Manolo sería ya el único titular de una de las tiendas más representativas de Jerez, tan de cuentas anotadas en libretas antiguas, piezas de tela entre percheros, enormes mostradores de madera maciza, y metros enganchados al cuello o en forma de reglas de palo.

Manolo marchó este pasado sábado al encuentro de Jerónimo Rosa y Antonio Guerra. Ha muerto uno de los clásicos del Jerez de los años sesenta en adelante. Menudo de cuerpo, fornido de semblante, serio de carácter, amable y caballeroso siempre. Amigo de sus allegados, hasta el límite de una lealtad imperecedera. La mirada directa, los labios algo apretados, la nariz recta y alargada: guardaba cierto parecido físico con el gran jugador del Real Madrid José Martínez ‘Pirri’. De hecho no fue jamás ajeno al mundo del fútbol. Manolo, cada dos domingos, era un clásico del Fondo Norte del Estadio Domecq, mediados de los ochenta, para defender, con nervadura de aficionado fiel incluso en tardes de tormenta, al Xerez Deportivo de sus amores. El paraguas siempre a punto como una lanza de Guerrero Bengalí en la pirámide escalonada de la grada donde el clamor de los xerecistas llevarían en volandas a los futbolistas hasta el área contraria. Aquellos pases largos de Antonio Torres, después de una galopada campo a través: cincuenta metros de longitud a medida que el efecto del balón iba cuajando un contraataque de asombro en diagonal. Manolo se salía de sí, a voz en grito, agarrándose por la solapa la gabardina -de corte a la altura de la pernera-.

Manolo, en tardes de verano, se acercaba al campo de fútbol de la Urbanización Puertomar, de Valdelagrana -residencia de sus veraneos-, para observar, manos atrás, erguida la figura, cómo tocaban la pelota los chiquillos que a diario allí disputaban partidos de técnicas a primer golpe, voleas imposibles, caños de trayecto corto, obuses al larguero, regates milimétricos, córners de tacón, bermudas por calzonas, paredes a la brasileña, paradas a la zamorana… Uno de los hijos de Manolo, que formó parte de la selección de la Salle Buen-Pastor, también hacía las delicias como prometedor pelotero en ciernes. Manolo Rosado era un fijo del paisanaje jerezano de los años setenta, entre calles Honda y Naranjas, con cajas de calcetines que se desplegaban a vista de las amas de casa que allí adquirían la ropa interior para toda la prole, los jerséis de pico y la tela del traje de la próxima boda...

Cayetano del Pino
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