De lo oído los pasados días en el Congreso, hay una frase, antes habitual en el independentismo, que al ser pronunciada por Sánchez me inquieta sobremanera. Dice el ya presidente que para resolver el conflicto de Cataluña, "la ley por sí sola no basta". De entrada, no acierto a delimitar el alcance exacto de sus palabras: ¿esa receta es aplicable sólo al guirigay catalán o puede extenderse a cualquier tipo de problema?; ¿sugiere Sánchez que, como la ley no basta, se la puede bordear, incumplir o ignorar?; ¿abre la puerta a mecanismos que operen al margen de las normas?; ¿supone indirectamente avalar soluciones que eludan el control judicial?; si la ley es prescindible, ¿también el legislativo verá reducidas sus competencias?; ¿la clásica e inderogable división de poderes ha quedado de facto automáticamente fulminada? Nada de esto ha sido suficientemente explicado y genera una grave incertidumbre sobre cómo funcionarán los equilibrios básicos de toda democracia en la España que llega.

Uno, como jurista, no puede sino recordar las lúcidas ideas de Hayek: el Estado ha de estar sometido en todas sus acciones a preceptos generales, fijos, públicos y previamente conocidos, aplicados por tribunales imparciales e independientes, de forma que los ciudadanos puedan orientar su conducta por ellos y anticipar con seguridad razonable cómo actuarán las autoridades. Por supuesto las leyes no son inalterables; pero, para ser modificadas o incluso abolidas, será indispensable apoyarse en sus propios mandatos.

No, la democracia no puede ni debe situarse por encima de la ley. Sencillamente porque si lo hace, el modelo pierde su condición de democrático. El núcleo del Estado de Derecho, señalaba Elías Díaz, es el imperio de la ley. Ése que ahora se entiende indicativo, desechable si conviniere, más un asunto de forma que de esencia. Lo recordado vale para la Constitución y también para el completo acervo normativo que, al cabo, es el que otorga legitimidad al conjunto de instituciones políticas.

Sorprende que estas nociones fundamentalísimas tengan que ser de nuevo defendidas. Quizás porque los que siempre han vivido a su amparo han olvidado su inmenso valor. Los hombres a menudo subestiman aquello de lo que disfrutan y no lo echan de menos hasta que lo pierden Tal vez acabe siendo éste el caso. Pero no por tristemente usual y humano, dejaría de ser, al tiempo, dañino, irracional y estúpidamente retrógrado.

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