Ahora que los días empequeñecen es cuando más frágiles nos vemos. Aunque está demostrado que lo que influye en la personalidad del adulto tiene su base en su infancia inicial. Aquella que sucedió cuando los pequeños enanos se transformaban en personitas de cerca de un metro, empezaban a controlar el pipí, hacer su caquita en los adaptadores de los váteres y comenzaban a cantar la canción del cumpleaños convenientemente grabada por las cámaras de mano de rigor. Por eso, es un ejercicio muy tierno ponernos en la piel de ese pequeñito Villarejo sin barba y grabando con su sony handycam a todo bicho viviente, al profe de matemáticas e incluso al cura del pueblo dentro del confesionario. O a esas Susanitas o Cospedales con trenzas y zapatos de charol, con olor a colonia nenuco por todos lados, arengando y dando discursos en la media hora de recreo, aprendiendo a seducir con discursos y malmetiendo a los niños contra otros para lograr ser las prefes de los profes. O los pablitos casados y demás empollones que hacían novillos y sacaban sus diplomas sin acudir a clase. O al gafotas del pequeñito Puigdemont de flequillo, mocos, pataleta y lágrimas de cocodrilo durante todo el día, queriéndose independizar del cuarto de su hermanita pequeña. Incluso podemos pensar en un tierno Donald, de apellido Trump, rubio, con pecas, y con un tirachinas de Wisconsin como juguete preferido. Lo de cardenales que tendría en las rodillas y lo fácil que era conseguir tener a su pobre madre al borde de un ataque de nervios. Lo mismo que si nos referimos a gente cercana. A los críos y crías del partido de ciudadanos pataleando y dimitiendo a un mes de las elecciones, a posibles cabezas de lista jerezanas peleándose por subir puestos, a grupos de izquierdas rompiendo como novios e incluso a muchas personillas que conocemos que se comportan como maleducados un día sí y otro también. Imberbes. Infantiloides. De baba.

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