Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

marcoantoniovelo@gmail.com

Cuando la mujer jerezana lucha a pecho descubierto

Las mujeres jerezanas, en la lucha, son tenaces como el rítmico beso de la orilla a la arena.

Las mujeres jerezanas, en la lucha, son tenaces como el rítmico beso de la orilla a la arena.

El intruso -de intenciones macabras- se ha colado de rondón -a la chita callando-, como un funambulista tramposo, en los linderos de la zona del pezón de una mujer guapa y sencilla. El intruso es diminuto, con la frente prominente y las intenciones aviesas. ¿Quién le dio vela en esta procesión de Gloria? ¿Quién permiso para enfundarse, otra vez, esta camisa de once varas? El intruso lanza melones contra un cuchillo. Da coces al aguijón. Urga en el despropósito sin que nadie adjudicara a su poquedad ninguna autoritas al respecto. Juega al un, dos tres, pollito inglés, porque siempre se mueve y remueve a espaldas. Más bien a bocajarro. El intruso urde la malicia con ojos desorbitados, como otorgando eufemismos a su histriónica autoestima. Necesita forjar el daño para sentirse realizado. Tergiversa la verdad de su objetivo: como célula en guerra iniciada desproporcionadamente por sí mismo. Su avance siempre adopta la treta del silencio que sube a horcajadas sobre la salubridad de terceros. Penetra a escondidas en la tranquilidad ajena para exprimir un maloliente acoso y derribo. Se muestra tan obsesivo como desproporcionado. Avanza con entrañas podridas y un estiramiento pelele de recta hipocresía. Como por sí mismo no halla alborozo, precisa asirse, como una garrapata pertrechada de cortocircuitos, a la piel ajena. El florilegio de sus juegos malabares anhela la voracidad de los dardos de hierro. La ciencia y la unión de la Humanidad le han plantado cara. Porque su apelativo -que ya no es oculto- figura en los estadios de la más avanzada investigación. Posee, muy a su pesar, nombre de enfermedad.

Pero el mal bicho desconoce -ignorancia supina- la fortaleza de quien o quienes pretende destruir. En Jerez mismamente puede comprobarlo de primera mano. No ha encontrado en la ciudad -muy a su pesar- la anatomía débil ni una montonera de arcilla ni la falaz estrechura de la costilla del hombre. Nones. Porque en esta tierra -cuyas señoras y señoritas prefieren el bálsamo de Fierabrás al beso de Judas- los ruiseñores cantan otras melodías. Y las manos de biberones poseen nervadura de lucha sin costuras. Y la belleza de las madres, de las hijas, de las abuelas, de las hermanas, de las tías, de las sobrinas coadyuvan a la antología de un mismo epígrafe: guerreras. Por don divino. Como la virtud de las heroínas que huyen del acomodo y la complacencia. Así como la poesía rechaza el ripio. Así como los bienaventurados condenan la alevosía, así como la ética truena contra el espejismo -contra el bluff de la patraña-. La mujer jerezana -que, por culpa del bichito, ahora se agarra a la distinción de su lazo rosa- ya posee la fisonomía de una jabata fuerte y libre como la desenvoltura de la luna en cuatro creciente. Cuando el pugilato de la batalla comienza, las conductas no guardan parangón. El cuadrilátero no varía un ápice: siempre la misma dimensión y siempre las mismas 12 cuerdas. Siempre la misma espada y la misma pared. Quizá por lo común no similar ensañamiento. Porque mujer precavida vale por dos. Y porque, puestas a descender al barrizal de la contienda, pronto sacan a relucir su condición de aptas para la pelea grecorromana. Para jugarse el todo por el todo a pecho descubierto. Sin nada que temer. Menos todavía que esconder.

Paz con rejas durante un periodo. Incertidumbre sin candados a lo largo de meses o años. Pero tenaces como el rítmico beso de la orilla a la arena. En un vaivén que no decrece. Si el intruso se quiere de piñón fijo, la jerezana es de pura cepa. Por consiguiente, en este vis a vis no hay más preguntas, señoría. Porque además nuestras vecinas jamás permanecen en el callejón sin salida de la soledad. Ni modos. Ellas poseen afición con dos bemoles en Fondo Norte, Fondo Sur, Tribuna y Preferencia. La familia -ese milagro de efectos multiplicadores-, los amigos de veras -que se manifiestan sobre todo a las duras-, los allegados- con sus rosas de paciente escucha- y, como superhéroes sin poderes sobrenaturales, pero sí un amor inextinguible al paciente y los códigos de su vocacional profesionalidad: los sanitarios. Loas y ovaciones para todos ellos sin excepciones -y sin treguas- de ninguna clase. El intruso es pérfido y ansioso como la sombra de un blasón en la noche. Es por derivación malintencionado. Pero la mujer -que adoptó el mandato evangélico de ‘Toma tu cruz y sígueme’- gradualmente va azulándose de cielo canjeable por extensiones de vida. Ella reside en el beso de la victoria. En la lágrima que tornó la pléyade de los estados de ánimo, en el vientre anillado del esfuerzo, en la reconstrucción personal frente a las vertientes del asedio. Ella tiene carne de superviviente. Lámina de color verde esperanza. Estribaciones de pan bendito. Cuerpo temprano que supo vencer al miedo, al contratiempo, a la entreguerra, a la oscuridad. Al cáncer.

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