Nivel Dios

04 de noviembre 2025 - 03:06

Una de las experiencias de mayor emoción, apertura y extrañeza que he vivido me pasó hace unos meses en Senso-ji, el antiquísimo y turístico templo budista de Tokio advocado a la diosa de la compasión. El camino desde la puerta Kaminarimon hasta el templo era un nido de mercachifles comparable a las calles de Lourdes. Allí, hordas de turistas se pertrechan con toda suerte de escapularios, exvotos, velas, palitos de adivinación y hojas de instrucciones para ejecutar la adoración. El templo era un estruendo: guiris a voces, selfis, palmadas del ashikubi, sonoras cajas de omikuji y demás ornamentos sagrados relegados por el uso a mera cacharrería. Ninguno de aquellos peregrinos fortuitos tenía más idea que yo de lo que hacía. Un poco más al fondo, separado del mundanal ruido por una tela metálica, un monje tocó un gran tambor, salieron unos oficiantes y comenzó una ceremonia, a la que atendían solo unos cuantos oriundos. De lo que allí se cantó y calló, se derramó en aguas lustrales, reverberó en cuencos y vertió en fragantes incensarios, ni idea. Lo presencié en un absoluto código desconocido. Tan solo reconozco las sensaciones que aquello me dejaba. A un lado de la tela metálica, el ruido del mundo que no cesaba, golpes de pecho, superchería. Al otro, sin alterarse por el vociferio externo, un ritual que me dejaba un rastro inequívoco (la neurociencia sabe bastante de tales efectos) en el cuerpo.

Algo parecido está pasando aquí y ahora con el actual frenesí por el catolicismo de pasarela. A un lado, ante el caos, la incertidumbre y el removimiento casi milenarista, la potente simbología (de eficacia probada) de lo católico y su misticismo se tornan bisutería e incorporan como ingredientes a la batidora de esta delirante Noche Oscura. Del bum del cristianismo cultural salen desde un notas –esta vez del evangelicalismo– arrastrando una cruz con una ruedecita cirinea en los funerales del ultra Charlie Kirk, a ingenios nivel dios de la sociedad del espectáculo capaces de fagocitar hasta a “la joía mística”, que diría Maruja Mallo. El mundo que nos ha tocado vivir, que ni se inmuta con el asesinato de 65.000 almas en Palestina, se suscribe al glittering del arrobo y la transfixión instagrameable. Al otro lado, ajenos al ruido, siguen quienes se conmueven de corazón con lo humano y lo divino.

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