David Fernández

Juan Pedro Simó, en la redacción de Diario de Jerez.
Juan Pedro Simó, en la redacción de Diario de Jerez.

13 de junio 2024 - 18:49

JUAN Pedro era brillante por definición. Una persona maravillosa y carismática al natural. Más generosa todavía, tenía a sus protegidos y era el blanco perfecto de gorrillas y otros perdedores a los que siempre les regalaba unos euros.

No era de los que se escondían, ni le gustaba relacionarse con el poder, para no comprometer su vocación: contar lo que está pasando. Logró la maestría en su oficio sin medias tintas durante 40 años. Hasta con las últimas gotas de tinta que nos regaló con su cuarto de muestras, dio la cara siempre con una seguridad plena en sí mismo y una prosa de gran categoría: punzante y precisa.

Periodista de raza hasta los tuétanos, su agudo olfato siempre le proporcionó el mejor criterio y la oportunidad de anticiparse para retratar la actualidad con sello propio. Pero sin duda lo que le diferenciaba del resto era su capacidad para mandar y hacerse querer al tiempo, con esa risa tan contagiosa. Su molde ya no se fabrica.

Cuanto más te quería, más te apretaba. Y cuanto más te exigía, más se metía en tu cabeza y en tu corazón. Los que de verdad hacen los periódicos, los que manejan las fuentes, los que dirigen el equipo, quienes controlan hasta el último resorte son los redactores jefe, ellos son los auténticos líderes de la redacción. Los directores son otra cosa. Y todos los veranos repetía la misma liturgia. A finales de junio se acercaba al despacho de Miguel, nuestro gerente, y le preguntaba: “¿Este año no se puede encargar otro de los prácticos?”. Ya conocía la respuesta, pero le gustaba protestar.

El primer día se presentaban siete universitarios y al siguiente acudían cinco. Los que no servían pegaban la espantá porque de entrada solía llevarlos al límite. Y en el fondo les hacía un favor a todos ellos porque esta profesión no es para los que no saben qué hacer con su vida. Pero si aguantaban el tirón y sus cabreos más que justificados, ante reportajes infames sobre dónde veranean nuestros políticos y otras pamplinas, si eran capaces de resistir y mirar detrás de su fachada de gruñón y descubrían su intención, entonces les atrapaba para siempre, porque les ayudaba.

Por más que les imponía su clásica estampa con el edding rojo en la mano y por más que el sudor recorría la espalda de más de uno antes de entregarle la página, al final se los ganaba a todos. “¿No sabéis escribir de otra cosa? ¡Estoy harto de tanto Asaja y tanto Ayuntamiento! ¡Se te ha ido una coma, coño! ¡Salir a la calle a contar historias!".

El periodismo de copia y pega le asqueaba tanto como esas tostadas que le subían todas las mañanas ya frías, mientras encendía la radio: "¡Qué ascoooo!", solía quejarse, mientras se las zampaba. Los mismos becarios que lloraban por las esquinas de la redacción en julio no se podían despedir en septiembre sin irse de copas con Juan Pedro.

El Diario siempre presumió de ser una buena escuela y en gran parte se lo debe a que tuvo al mejor maestro, superior al resto, implacable fiscalizando cada página, cada foto, hasta las tantas. Muchas volaban por el balcón de la Rotonda de los Casinos porque no superaban el corte.

Así era Juan Pedro, exigente al máximo. No se le iba una errata y no perdonaba una tilde mal colocada. Mucho menos que nos pisaran una noticia. Aunque lo que más odiaba era que no se siguieran los temas. "¿Pero en qué coño estábamos todos pensando?" Cuando olía una buena historia, la agarraba como un perro de presa y no la soltaba hasta exprimirla al máximo. El periódico era su vida y al enviar la portada a la rotativa seguíamos hablando del Diario hasta cerrar todos los bares del centro.

Como los grandes toreros, ha levantado admiración incluso entre quienes jamás lo vieron en la plaza toreando de verdad. Su capacidad para ganarse al personal era algo fuera de lo común y más aún en un país por lo general envidioso. Nos cuesta mucho reconocer al sabio cuando lo tenemos delante.

Los periodistas también tendemos a rebajar los aciertos de los colegas y nos solemos ensañar cuando se equivocan. Muy pocos son los que alcanzan el elogio por unanimidad. Como ya dejó escrito el ensayista Fernando Díaz-Plaja sobre nuestros pecados capitales, en la mayoría de los casos, como no nos gusta reconocer las virtudes del otro sin más complejos, solemos añadirle un insulto incluso a los piropos para rebajar la alabanza: “¡Qué grande era el cabrón!”.

Con Juan Pedro ha sido distinto porque era tan especial que ha sido querido y respetado siempre por su autenticidad como persona y como profesional. Y por increíble que parezca, no despertó envidia a su alrededor, tan grande como era. Vivió tan intensamente que gastó varias vidas como si no hubiese un mañana, y esos son los buenos momentos que nos vamos a llevar. Que te quiten lo bailao, amigo. ¡Pero qué asco de que te hayas ido así, tan de repente! Nos vemos mañana, Grom.

stats