En tránsito
Eduardo Jordá
Opositar
Alto y claro
El XX es en España un siglo con muchas más sombras que luces. Se inicia con el desastre del 98 y sus cuatro décadas centrales transcurren entre una cruel y aberrante guerra civil y una dictadura represora, triste y casposa que alejó al país de las corrientes que después de la Segunda Guerra Mundial cambiaron Europa y el mundo. Pero en su transcurso la centuria tuvo dos fogonazos de luz que permitieron albergar esperanzas de que España era capaz de romper con las inercias que, a partir de comienzos del XIX, la habían condenado al subdesarrollo, la incultura y la desconexión con lo que ocurría a su alrededor. Esos dos momentos fueron, como no se le escapa a ningún conocedor siquiera superficial de la Historia reciente, la proclamación de la segunda República en abril de 1931, de la que ayer se cumplieron 90 años, y el inicio de la Transición tras la muerte del general Franco en 1975. La primera se saldó con el tremendo fracaso del 18 de julio del 1936 y la segunda fue un éxito, con sus pasos para atrás y para adelante, que nos ha permitido tener una democracia sólida, aunque con problemas estructurales que la deterioran.
La República fue, por encima de cualquier otra consideración, una oportunidad perdida que además tuvo el efecto perverso de exacerbar la fractura civil que estaba latente desde hacía décadas. Pero, en los escasos años en los que se permitió su desarrollo, dejó ver el intento más serio que se hizo hasta entonces en España para modernizar el país en su estructura social, económica y educativa. Del voto femenino a las campañas de extensión de las escuelas rurales o de los avances en los derechos laborales a los intentos de modernizar la agricultura y la industria, lo que se hizo en el periodo republicano sirvió cuarenta años después de referente para crear un sistema de libertades.
La República nació en un contexto internacional muy complicado por el auge de los totalitarismos fascistas y comunistas y desde el primer momento hubo fuerzas, las que temían perder los privilegios acumulados durante siglos, empeñadas en provocar su hundimiento. Pero no fueron esos los únicos factores que desencadenaron la debacle en la que terminó. Dentro de los propios protagonistas del nuevo régimen primaron los intereses partidistas, los enfrentamientos personales y la falta de visión de Estado. El resultado fue una oportunidad desaprovechada que costó casi medio siglo recuperar. Y esa recuperación, conviene no olvidarlo, se debió, en gran medida, a un rey.
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