Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

El peligro de las masas

25 de agosto 2025 - 05:59

EL ser humano es uno. El hecho de ser individuo hace factible que el hombre lo sea. Sin la exclusividad de su condición, su realidad no sería posible. No obstante, como hemos apuntado en otras ocasiones, la misma condición que le exige un yo específico y separado del resto de los individuos de su misma especie, le reclama la relación social con ellos. Sin ella no podría realizarse como lo que es.

La comunicación con sus semejantes, la interacción con los demás, se convierte en exigencia. El dilema es -lo es para muchas mentes inquietas, reflexivas e inteligentes- administrar esa necesidad que, aunque pueda llegar a no parecer imprescindible en determinados casos y en ciertas circunstancias -hastío, decepción, constatación de la insoportable, extendida e imparable estupidez, desengaño, indignación, hartura e incluso repulsión hacia la mayor parte de nuestros congéneres, eso que se conoce como misantropía-, no deja de ser requisito insustituible para mantener la mente sana y la sensatez dispuesta. La cantidad e intensidad de esa relación, será ya cuestión que cada cual debe decidir, asumir y luego actuar en consecuencia.

En relación inversamente proporcional a la personalidad, lucidez e inteligencia que cada uno de nosotros posea, se mide la necesidad, a veces obsesiva, en ocasiones paranoica, casi siempre adictiva y siempre significativa, que sienten y diríamos que padecen, una gran mayoría de las personas por, no sólo la relación sino por el trato prolongado, hasta el aburrimiento, permanente, hasta la saciedad, y extendido a todos los ámbitos de lo cotidiano, hasta lo insoportable, con el resto de los integrantes de la sociedad, física o virtual, en la que conviven, lo que no indica sino una dependencia enfermiza. La causas son variadas y muy interesantes, pero no es ahora momento para adentrarnos en esas inquietantes profundidades.

Si es el momento para denunciar que esta, en nuestra opinión, insana, si es excesiva, necesidad de estar en contacto continuado, intenso y excluyente -excluyente respecto al ser individual que el humano es-, termina por apartar, encoger o incluso anular el yo de la persona que así se comporta. Este debilitamiento de la personalidad, esta dilución de la opinión propia y del albedrío y del carácter del individuo, conduce, como parece obvio, a la abolición de lo específico, determinante y único que cada ser humano, por el hecho de serlo, posee como cualidad imprescindible para hacer en su vida lo primero y más importante que podemos hacer en ella: ser nosotros mismos.

Anulado, o casi, el individuo, el protagonismo se traslada a las masas. Esto no es bueno ni para las propias masas ni, por supuesto, para los peones, en los que se han convertido los que fueron personas, que las integran, sucede igual que con el ladrillo que forma el muro: cuando el ladrillo se apila, adherido con cemento al ladrillo vecino, ocurre que ya no hay ladrillo, ni ladrillos, lo que hay, lo único que queda es muro.

Las masas sólo convienen a quien pueda dirigirlas, manipularlas y someterlas, algo, por otra parte, mucho más fácil de conseguir -dirigir, manipular y someter- que si de personas se tratara, y mucho más difícil todavía, si de personas que piensan se tratase. Y es que las masas, aunque estén compuestas por personas, ni son personas ni piensan.

La masa no puede pensar, los seres que las integran perdieron la capacidad de hacerlo cuando decidieron dejar de ser personas para ser parte del ente en el que ahora vegetan.

Comenzaron por no pensar por sí mismos sino como el que tenían a su lado, terminan por dejar que sean otros los que piensen por ellos…

Tampoco lo quieren, pensar. Sus metas y objetivos son muy otros, pues ya no se comportan ni viven como los individuos que fueron, ahora desean lo que les hacen desear; necesitan lo que les hacen creer que es necesario, imprescindible; pelean contra quien y lo que les presenten como enemigo capaz de privarles de lo que ansían; confían, tienen necesidad de hacerlo, en quien les dice todo esto, porque les han dicho también que sólo con ellos podrán alcanzar lo que quieren lograr. Las masas son dúctiles, maleables y controlables: ya que no piensan, tan sólo hay que hacerles creer que van a conseguir todo lo que les has hecho ver que deben desear … si hacen lo que se les dice que hagan. Ellas no piensan, piensan por ellas.

El primero de los muchos peligros que suponen las masas para la libertad de las personas, es su incapacidad, voluntariamente aceptada por una voluntad que ya no lo es, para pensar. Si no se piensa no se razona, entonces es el que mueve los hilos de la marioneta quien decide que va a pasar con la marioneta.

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