Aquilino Duque

Entre el peligro y el milagro

La tribuna

05 de julio 2016 - 01:00

L A neutralidad del Estado de Derecho siempre está expuesta a sucumbir ante esos movimientos telúricos que llamamos revoluciones. Las únicas revoluciones legítimas son las que plantean las utopías negativas de que hablaba Aranguren y en las que militan todas esas minorías en las que el Estado de Derecho tiene puestas todas sus complacencias. He aquí por qué a mi modesto entender, ese Estado de Derecho neutro es en realidad un Estado de Derechos en el que no hay más obligaciones que la de la "mayoría silenciosa" de sufragarlo con impuestos. Va ya para dos siglos que Baltasar Gracián dijo aquello de que el Derecho es tuerto y nadie sabe ya dónde tiene la mano derecha y pone el bien a su izquierda. En el Estado De derechos además cabe todo, menos las derechas y, en casos de bipartidismo como el nuestro, la versión actual del viejo turno pacífico se da entre dos variantes, a veces indistinguibles, de la socialdemocracia. La socialdemocracia la llegué a definir en tiempos en que pisaba fuerte el Socialismo con mayúscula como "el socialismo con semblante humano", llamado a entenderse con un "capitalismo con semblante humano" del que cabría hablar, llamados ambos a una "coexistencia pacífica" que garantizara la estabilidad de la democracia parlamentaria, liberal o social. Lo malo es que, como también dijo otro de nuestros clásicos modernos, don Alberto Lista, "la democracia tiene muchas manos y muchas bocas", manos ávidas y bocas insaciables desde los ya remotos tiempos del turno pacífico y el "turrón ministerial" a los más próximos de la "coexistencia pacífica" y los gajes con los que la clase política se cobra sus desvelos por el bien común.

Todo lo antedicho es un rodeo ocioso para no mencionar el lugar común de la corrupción, inseparable de la política, y es que la política necesita la corrupción como lubricante. Esto ha sido así desde que el hombre vive en comunidad, pasando por la Roma republicana y otros avatares hasta dar en las democracias de nuestro tiempo, en las que el lubricante se utiliza como carburante. Tampoco esto es demasiado nuevo, pues ya que hablamos de la Roma republicana, no fue la corrupción de la clase política la menor de las causas que impulsó a Julio César a cruzar el Rubicón. Si el poder absoluto, como se ha dicho con acierto, corrompe absolutamente , el poder democrático corrompe democráticamente. La diferencia no es baladí y me remito a dos ejemplos muy próximos: el de los señores de un partido llamado "de los ricos" en que los ricos se han estafado entre ellos y el de los compañeros de un "partido de los pobres" en que son los pobres de verdad los que han salido trasquilados. Dicho esto, digo también que del lugar común de la corrupción se abusa mucho, sobre todo por parte de los corruptos, pero también por muchos folicularios que tal vez no deberían tirar la primera piedra. Y es que hay razones de mucha mayor gravedad que la corrupción que han contribuido a que perdiera la mayoría absoluta el partido que prometía limpiar como Hércules los establos de Augias de nuestra democracia.

Yo me acuso de haber contribuido a que ese partido, al que suelo votar resignadamente, perdiera su mayoría absoluta al dejarlo de votar un par de veces, cuando irrumpió en el escenario nacional un partido nuevo acaudillado por un joven que venía del Nordeste de la Península de batirse el cobre por una causa tabú como la de la unidad de España y además hacía campaña con unos buenos modales ejemplares. No sólo estaba libre del lugar común antedicho, sino que entró en política a cuerpo limpio, es decir, como vino al mundo aunque cubriéndose las vergüenzas y no sé si en andas, porque enteramente era un San Sebastián fabricado en Olot. Este Sant Sebastià d'Olot era de la raza de aquellos catalanes que durante nuestra guerra habían logrado escapar del terror rojoseparatista refugiándose en San Sebastián, donde había tantos que dieron en llamarla Sant Sebastià de Guíxols. Tanto es así que es el único que siempre habla claro en la cuestión de los separatismos, que está viva y coleando gracias a las complacencias de los grandes partidos turnantes. No somos tantos los españoles que quedamos para los que la inconsutilidad de la piel de toro pasa por encima de todo, y eso tal vez explique que el partido de Sant Sebastià quede, víctima además de la inicua Ley d'Hondt, por detrás incluso de la revolución rojoseparatista que a mí personalmente me ha obligado a volver a las andadas y reforzar con mi voto la reacción socialmediócrata. Dice Chesterton que a veces el progreso consiste en dar un paso atrás cuando se está al borde de un precipicio. A la socialdemocracia la ha salvado una especie de milagro de Lourdes (¡Madre mía, que me quede como estoy!). Vamos a ver quién salva a España que no sea San Miguel o San Francisco: San Sebastián mismo, ¿por qué no?

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