Por montera
Mariló Montero
Vox y Quasimodo
RESULTAN increíbles muchas cosas en ese fabuloso negocio llamado fútbol. Increíble es, por ejemplo, que Muñiz Fernández siga pitando partidos y dejando víctimas de todo pelaje en la cuneta. El asturiano engominado va camino de ser un reclamo para los amantes de las emociones fuertes: cuando salta a la hierba con su balón en la cadera, se transforma en una pistola con una sola bala en el tambor. A jugar a la ruleta rusa.
-No sé si ir mañana a ver el partido, me han invitado a una barbacoa.
-¿Estás seguro? Pita Muñiz.
-¡Muñiz! ¿A qué hora quedamos?
Esos aficionados saben que abandonarán el estadio muertos de risa -como los hinchas del Almería el sábado- o desahogados por un mayúsculo enfado -los últimos, los pucelanos-. Y qué es el fútbol sin emociones fuertes...
El tenebroso clan que dirige Sánchez Arminio, tan corporativista, cierra filas. Si acaso, una semanita en la nevera como castigo. Arrojar a Muñiz a una pira en la plaza sería un modo de abrir una fisura en la coraza que el colectivo arbitral ha levantado frente a periodistas y aficionados. Ellos tienen que dar la sensación de unidad plena y que los demás asuman que sus fallos forman parte del juego, es una imperfección que hace del fútbol un invento casi perfecto.
Los árbitros podrían tomárselo con más naturalidad y abrirse a la escena pública. Asumir los errores, dialogar con el resto de actores de esta superproducción para intentar mejorar. Exponer en la opinión pública que, efectivamente, son humanos y se equivocan. Pero no.
Los árbitros sólo vuelven a ser personas cuando dejan de percibir sus jugosos emolumentos -que completan con los sueldos de sus profesiones en la mayoría de los casos-. Entonces sí salen de ese búnker y ponen la mano para cobrar como jocosos comentaristas en las cadenas televisivas y radiofónicas, cuando no evalúan a sus ex compañeros en la prensa. Ahí, lejos de cerrar filas, se despellejan.
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