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Alberto Núñez / Seoane

A poniente

08 de noviembre 2010 - 01:00

SABEMOS que lo que aquí "manda", es el viento de levante. Es, también, del Este, de donde nos llegan las luces primeras del alba. Como de Oriente vinieron los que a estas tierras llegaron y nos regalaron su cultura y su sabiduría, allá en los tiempos perdidos de Al Ándalus.

Ángel, sin embargo, gusta de la luz que, cansada tras el pasar de una jornada, tamiza, suave, la tarde cuando las postreras nubes del día pueden más que el que, momentos antes, fue su dueño y señor: el sol.

El arte se esconde en muchos rincones. Puede que, antes de brillar, palpite, entre tímido y asustado, aguardando la ocasión de hacerse disfrutar, de hacerse compartir con sus amantes todos. Su grandeza, la del artista, está, sin duda, en el sentimiento. Sin él, lo artístico, no puede ser.

He pasado varias veces por su casa. Me he sorprendido con sus creaciones, me he impresionado con su delicadeza, me he alegrado con sus sabores. Debe haber algo de magia, mucho de trabajo y no poco cariño, para ser capaz de hacer llegar -a través del sutil correo de un mantel, con el plato por montura y como jinete, la vianda- a los sentidos todos, el arco iris de sabores fundidos, pero no mezclados; de aromas "agitados, pero no revueltos"; de colores y texturas diferentes, pero no extravagantes.

No podría escoger, es difícil, pero la fusión de la mar con la tierra que Ángel consigue cristalizar cada día en sus fogones, creo que podría marcar su identidad. La cocina de Ángel, a poniente de la mar que le imprime carácter, bien merece la visita, si del buen yantar se es amigo y, también, esa estrella de prestigio, rojo francés, a la que aspira y que, sin duda, debiera adornar, por derecho propio y valía sobrada, su casa.

El plancton marino se funde con la suavidad del 'tomaso' -al que, con acierto, renombra como 'pez mantequilla'-. El garbanzo se enamora del langostino, bañados, ambos, por la esencia de una reducción, casi mística, que los mares de esta tierra, la de María, nos saben regalar cada día. La sardina se adormece al calor de una brasa viva, la de los huesos de aceituna que la envuelven, sin dañarla, en delicadeza y sabor. El tártaro de baila, lubina o atún, aderezado con gotas, invisibles pero tangibles, de chorizo o salchichón, no se estorban, se aman. Caldos, los del Duero o las Rías Bajas, de la Rioja o Somontano, del Puerto o Jerez; aterciopelados, ricos, untuosos, cálidos…

La exigencia de un trabajo bien hecho, el afán por agradar, la ilusión por llevar a lo real de hoy aquellos sueños de antaño, la necesidad de compartir, el respeto a un oficio viejo y sabio, la habilidad por conocer, el empeño por alcanzar, el amor al bien aprender; son cualidades que cocinan la actitud vital de los que, como Ángel, saben caminar por la vereda que lleva a la satisfacción del general reconocimiento. Que así sea.

Si no lo conocen, háganlo. Si ya lo hicieron, repitan. Si son reincidentes, no se cansen. Déjense llevar por sugerencias, abandónense a sabores que, de cualquier modo, terminarán por conquistarles, diviértanse con lo inesperado, y, sobre todo, disfruten. Allá, en casa de Ángel, a poniente…

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