Un día de 1970 salía Borges como cada mañana a su trabajo de bibliotecario y su mujer, Elsa Astete Millán, le preguntó qué quería para almorzar. "Puchero", dijo. Era su plato favorito. Al leérselo a García Martín, me he alegrado, porque también el puchero me encanta y uno, a falta de coincidencias de más sustancia, celebra coincidir con los grandes al menos en las minucias.

Luego llaman a mediodía al timbre y son cinco desconocidos que se presentan con una orden judicial para llevarse todas las pertenencias de don Jorge Luis Borges, que ya no volvería al hogar. A Elsa lo que más le apenó de aquella separación inesperada es que su marido la tuviese toda la mañana preparando el puchero, sabiendo que no iba a regresar.

Mi confianza ciega en Borges me impide considerar que fuese cobarde o cínico. Tal vez quiso posar como egoísta (en su cuento sobre las versiones de Judas podría encontrarse cierto paralelismo) para que Elsa se consolase antes. O quizá quiso regalarle un símbolo: igual que renunciaba a su plato preferido, por algunos imponderables que ellos dos sabrían, renunciaba al amor de su mujer escogida. Elsa, en cualquier caso, no entendió.

Ni yo me puedo entretener ahora en barajar hipótesis porque hoy es el día de la Sagrada Familia y venía a animar a construir hogares felices. Con el arranque realmente raro -lo reconozco- de una ruptura; pero es que el puchero de Borges me ha recordado una estrategia de mi mujer que puede servir de contraejemplo.

Además del puchero, me gustan el cordero y los huevos fritos, que a mi mujer, nada de nada. Cuando ella no va a almorzar en casa por cualquier compromiso, deja cordero en el horno o me sugiere que aproveche y me fría dos huevos. Me parece de un romanticismo conyugal mucho más acendrado que el de la comedia (¿o tragedia?) Il petto e la coscia, de Indro Montanelli. Allí un matrimonio se ofrecía mutuamente la pata y la pechuga, lo que más le gustaba a cada uno, pero menos al otro, confundiendo sus gustos con los ajenos, inmolándose ambos con la mejor intención.

Lo que menos me gustaría es que mi mujer se fastidiase por mí. Y lo que más, que ella encuentre sus subterfugios. La ternura de estas fechas y el sentimentalismo de esta época nos empujan al desbordamiento emocional, pero, para la felicidad familiar, la inteligencia y la estrategia son imprescindibles. Cogerse las vueltas puede ser otra forma de darse un abrazo.

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