En este mundo de las redes sociales parecería que relacionarse con los demás es una cosa sencilla y que nadie está realmente solo. El tener un buen número de seguidores crea la ilusión de estar rodeados de personas que sin embargo no solo están lejos, sino que a muchos ni se les conoce. Nuestra sociedad, a pesar de todos los adelantos tecnológicos, está generando más soledad que en épocas pasadas, porque un ordenador, o una tableta o un móvil, no son compañía.

Hace años la única forma de relacionarse era cara a cara, con una tapa, un vino o un café de por medio, escuchándonos de viva voz, viendo el rostro de nuestro interlocutor, percibiendo su aroma, estando pendiente de sus gestos, de su mirada, de su sonrisa, de su forma de sentarse y de caminar. Hoy parece que una pantalla es capaz de sustituir todo eso.

La soledad involuntaria implica un aislamiento amargo que se mastica despacio. Es una especie de retirada del mundo. Una sensación que lleva dentro una pizca de tristeza y otra de nostalgia. Es el deseo contenido de un abrazo, de un beso, de una caricia en la mejilla. Es, de alguna manera, un duelo por uno mismo. Las personas solas recurren a sus recuerdos más queridos, les sientan junto a ellas y les piden que les narren las peripecias y los momentos más entrañables de sus vidas, preguntándose una y otra vez cómo las rutas que han recorrido han terminado en un callejón tan vacío.

Estar solos sin desearlo es como tener algo roto, como si algo faltara para caminar con agilidad, para compartir con el otro lo que somos, lo que pensamos, lo que deseamos. Es algo que nos impide darnos, celebrar la vida, aderezar cada momento. La soledad se asemeja a una barca encallada y a un mar sin olas. En cambio, la compañía es el perfume de una flor, la belleza de un atardecer, el cosquilleo de un enamoramiento y la paz que nos envuelve en un día de lluvia. Es acariciarle el cabello al ser amado, apoyar la cabeza en su hombro y decirle en voz muy bajita cuánto le amamos.

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