Habladurías

Fernando / Taboada

Un taxi al Salvador

20 de diciembre 2015 - 01:00

ENTRE las anécdotas que conozco de taxistas, me quedo con una de Herbert von Karajan. Acababa de aterrizar en Nueva York y cuando le preguntaron, al montar en el taxi, que adónde quería que le llevaran, el director de orquesta no se lo pensó dos veces: "Da igual, me esperan en todos sitios." Le salió del alma, vaya.

No sé qué cara pondría el taxista neoyorquino al escuchar semejante chulería, pero tampoco tuvo que ser muy diferente a la cara que debió de poner otro taxista -éste ya de Jerez- cuando el martes pasado un cliente le pidió que le acercara, si era tan amable, al comedor de El Salvador. Lo sé porque yo venía justo detrás, por la calle Liebre, y pude ver la escena. Al llegar a la altura del comedor, el pasajero bajó del taxi, hizo ese gesto que se hace con los dedos para pedir que esperen un momentito, y al minuto volvió a subir al coche, ya con sus bolsas para el almuerzo. Lo que no sé es si pidió al taxista que le llevara de vuelta a casa o al Casino Bahía de Cádiz.

Naturalmente me quedé de piedra. Pero no es justo que me llamara la atención una cosa así, porque lo chocante no es que un ciudadano que no tiene para comer tenga, sin embargo, para ir en taxi. Lo chocante debería ser, en un país civilizado, que la gente que suele viajar en taxi se vea obligada a vivir de la caridad.

Tenemos la fea costumbre de indignarnos si, por ejemplo, en un asentamiento de chabolas vemos que hay gente que conduce coches de lujo, cuando tendría que ser precisamente al revés. Lo que nos debería indignar no es que haya pobres que conducen coches de lujo, sino que cierta gente que conduce esos cochazos tenga que dormir luego bajo un techo de uralita.

Jerez, que se ha convertido en una ciudad mendicante, no debería renunciar a la distinción, por lo menos, de ser la ciudad con los pobres más ricos de España. Me gustaría creer, como dice la leyenda urbana, que toda esa gente que pide por la calle, unas veces tocando la guitarra y otras atacando con un acordeón, en su casa guarde un colchón con montones de dinero.

Ahora que toca leer cuentos de Navidad, sería estupendo comprobar que el hambre aprieta pero no ahoga y que los más necesitados en este pueblo se pudieran permitir hacer como hacía Juncal, que no tenía donde caerse muerto pero le encantaba ir a los toros en un coche de caballos.

Ya digo, el escándalo no está en que haya taxistas. Está en que tenga que haber en el siglo XXI comedores sociales abarrotados. Algo que no entendió bien cierta alcaldesa de este pueblo cuando, al homenajear a sor Victoria Virués, les deseó a las monjas de El Salvador que siguieran dando de comer a los pobres por lo menos otros cien años más. Y le salió del alma, como a Karajan.

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