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No creo que haya un solo miembro de mi generación que, al sumergirse alguna vez en el mar o en una piscina, no haya sentido retumbar en su mente la banda sonora que John Williams compuso para Tiburón. En su mítica película, Spielberg mezcló el terror y la aventura, y sobre todo conectó con el atávico miedo que los humanos tenemos a los monstruos marinos desde los tiempos en que navegábamos en odres por mares que acababan en cataratas cósmicas. Cuando se estrenó Tiburón, en 1975, todavía no se había puesto de moda el Megalodón, con su dentadura que era como cepo para cíclopes y su volumen extra autobús. Aún todo estaba dentro de la escala de lo humano, incluso aquella dentadura geológica con el que la bestia de Spielberg devoraba a las rubias californianas.
Un reciente estudio publicado en Frontiers in Marine Science, que hemos podido conocer gracias a la lectura de La Vanguardia (donde también nadan mojarras tenebrosas) desvela que los tiburones están perdiendo sus dentaduras debido a “la creciente acidificación de los océanos”. Un tiburón desdentado es la metáfora perfecta de la impotencia, como el miura sin pitones o el dandi sin bastón. En una de sus cartas al conde de Argental, el 3 de octubre de 1752, Voltaire escribió: “He perdido mis dientes. Muero al por menor”. Esta desolación del philosophe no es difícil de entender en una sociedad obsesionada por la dentadura, en la que las clínicas odontológicas han sustituido a los bancos en el paisaje urbano, y en la que muchos amigos y enemigos muestran unos piños marmóreos y antropófagos. Los malos dientes han quedado para los pobres, los descuidados que han renunciado al amor y los tiburones (los de la mar, no los otros).
Una noche de este verano, bajo los efectos benéficos del poniente y el Pedro Ximénez de Lustau (por favor, pronuncie la X como J), un camarada de columna me contó que la mejor calle de su urbanización –una de las de mayor relumbrón del veraneo nacional– se llama Tiburón. Atraviesa un campo de golf y los jardines de sus chalets son pequeñas recreaciones del Edén. En cierta ocasión había un perro que, con sus ladridos, rompía la armonía de aquella comunidad bendecida por Botticelli. El can se esfumó y, cuando todo el mundo ya lo suponía enterrado en algún pinar cercano, víctima de algún sicario bien remunerado, reapareció ante sus dueños, pero con las cuerdas vocales operadas para que no pudiese ladrar. Un caso digo del inspector Maigret o el padre Brown.
Tiburones desdentados como Voltaire y perros mudos. Este es el mundo que viene, tan callando.
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