Manual de disidencia
Ignacio Martínez
Pues es mentira
Tengo un amigo que nunca te dice dónde ha estado de vacaciones. O, mejor dicho, que nunca da cuenta del lugar físico en el que ha pasado el verano. Porque si le preguntas, como hago cada vez que nos volvemos a encontrar en septiembre, compartiendo un café, te responde hablándote de las lecturas en las que ha estado inmerso. Y lo hace como si, en efecto, hubiese viajado a ellas. He estado en Dumas, me dijo el año pasado. Había dedicado el mes de agosto a leer completo el ciclo mosqueteril, que consta de tres títulos: Los tres mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne, este último de una extensión imponente. Eché cuentas y sí, prácticamente no había hecho otra cosa que leer y leer las andanzas de D’Artagnan y sus compañeros. Otra vez me aseguró haber estado en el Gabo, en García Márquez, y en apenas cuatro semanas largas había leído o releído, no lo sé, más de diez obras del colombiano, incluyendo la nada corta Cien años de soledad. Así, recuerdo que me dijera que ha pasado las vacaciones en Valle Inclán, Agatha Christie, Carmen Martín Gaite, Vargas Llosa, Cela o Baroja. Me consta que sí ha viajado físicamente, que conoce Europa con cierta soltura, y que ha pasado por Estados Unidos y Egipto, entre otros lugares. Pero no lo verás enseñándote un selfie de las pirámides o de la Sirenita de Copenhague. Y lo hace de verás, sin impostura, sin eso que ahora se llama postureo. Una vez le pregunté que si conocía el Pacífico y me contestó alegremente: ¿Stevenson? ¡Claro! Y comenzó a hablar de La isla del tesoro y no sé qué más. Te hablará de Londres, pero del de Dickens o Sherlock Holmes. Te contará Moscú, pero el de Dostoievski. Conversa sobre Buenos Aires, pero el de Borges y Bioy Casares. La última vez que lo vi me dijo no sé qué de Japón, y de corrido se puso a relatar sobre Haruki Murakami, que por lo visto ahora anda leyendo muchísima gente. No sé dónde estará este agosto mi amigo, pero siento en él veracidad, pasión verdadera, y lo intuyo doblando algún cabo de la mano de Julio Verne, o adentrándose en los misteriosos crímenes de una abadía junto a Umberto Eco, sin saber si saldrá del aprieto y acudirá a nuestra cita en septiembre, cuando me dé razón de en qué estante de esa biblioteca que lo habita ha pasado este agosto, bronceado de letras.
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