La esquina
José Aguilar
Yolanda no se va, se queda
EN el ombligo del jardín la palmera claudica. El viento la ha estado convenciendo de que renuncie a algunas hojas, dos o tres al menos, de las más viejas. Es una palmera larga larga, flaca flaca, de esas cuyas hojas se abren en abanico como si fuera un paipay. Plantada en medio del jardín, tan alta, tan sola, no tiene más remedio que entendérselas con el viento lo mejor que puede.
Por las noches, a oscuras, apostada en el patinillo, yo la vigilo. Sólo puedo verle la cabeza emergiendo del tejado y las noches sin luna ni eso. Pero distingo los envites del viento, sus zalamerías: ahora la mece, ahora la tuerce, ahora la zarandea. Una noche que las nubes pasaban como un telón de fondo trasladado entre dos, la noté dubitativa, el viento había sido una caricia. Otra la vi rebelarse. Claro que aquella vez el viento, más que persuadir, pareció querer avasallarla.
Al final claudicó. Seca ya, definitivamente muerta, una de sus hojas yace ahora en paz sobre la hierba. La base del tallo, destacándose sobre el verde, parece una quijada. O mejor una mandíbula, muy larga, sin los dientes de arriba ni de abajo. No acierto a comprender qué será lo de esa hoja inerte que me recuerda a un pez. Pero es así. Y me parece mentira que algo tan terrenal, o en todo caso aéreo puesto que se ha batido en las alturas, pueda insinuar algo marino. Ese extremo por donde estaba unido a la palmera, tiene la textura brillante del cuero gastado y el color de las vacas retintas. El tallo, en cambio, un tallo plano con los bordes dentados como una sierra pulcra de doble filo, está descolorido. Y el abanico, antes verde, se ha convertido en una escoba de hilachas tiesas, también descoloridas.
Una hoja menos, fuera vejez. El jardinero dará sepultura a la hoja arrastrándola hasta el basurero. Arriba, la palmera luce con renovado lustre su verde y despeinada cabellera. Pasado un tiempo, el viento volverá a intentar convencerla de que ceda otra hoja, o unas cuantas. Y ella se resistirá. Y él insistirá. Y ella claudicará permitiendo que una hoja ceda su puesto y muera. Para que ella crezca. Y sea ese mástil vivo que se arrima al cielo, mientras sus raíces horadan las entrañas de la tierra más y más hondo.
Aprendo la sabia lección de la palmera. Y del viento. Hay que desmelenarse. Hay que dejar que nos descuajen lo obsoleto. Podremos quedarnos un tanto despeluchados, pero será sólo al principio. Luego, el vestido de lo esencial, que es verde, nos tapará las miserias.
En teoría parece fácil. Otra cosa será exponerse al viento. Y claudicar.
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