Editorial
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El 18 de enero de 2019, el miércoles hará cuatro años, Juanma Moreno tomaba posesión como presidente de la Junta en un acto celebrado en la sede del Parlamento regional. Por primera vez desde que se instituyó la comunidad autónoma, Andalucía tenía un presidente que no militaba en el PSOE. Aunque los socialistas habían ganado las elecciones celebradas un mes antes, la aritmética parlamentaria hizo que el PP y Ciudadanos, con el apoyo de Vox, sumaran fuerzas y pudieran formar el Gobierno que se autotituló como el del cambio y que tuvo que enfrentarse a situaciones sobrevenidas de tanta gravedad y tan difíciles de gestionar como la pandemia del Covid. Cuatro años después, y aun reconociéndole a Moreno y a sus consejeros una voluntad de cambio evidente, hay que admitir que la Andalucía que se adentra en la segunda legislatura con un Gobierno de centro derecha se parece mucho, en lo bueno y en lo malo, a la que dejaron los socialistas tras casi cuarenta años de gobierno. Cierto que los problemas que arrastra Andalucía no se arreglan en una legislatura ni dos y que los que más la lastran trascienden de las competencias que puede gestionar una comunidad autónoma. Pero hay realidades como la falta de convergencia con los indicadores de bienestar españoles o europeos o el hecho de que hayamos caído al último lugar en el ranking de riqueza media por habitante que se compadecen poco con la imagen de Andalucía imparable y a la vanguardia de España que se intenta transmitir desde el Palacio de San Telmo. Si a ello unimos que los nudos que provocan desajustes en la sanidad y la educación siguen sin deshacerse, hay que concluir que el cambio ha ido a medio gas y que es mucho más la expresión de una voluntad política que la constatación de una realidad social. En esta legislatura, la de la mayoría absoluta, habrá ocasión de comprobar si se han puesto las bases para que el cambio empiece a ser algo más que un eslogan.
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