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Hemos sabido hace unos días que un documento interno de Sumar, la plataforma de la vicepresidenta Yolanda Díaz, apuesta por “desbordar el autonomismo” con otro “contrato territorial” donde se consagra un sistema “a diferentes ritmos”, en función de las particularidades de cada comunidad autónoma. Nada nuevo bajo el sol. Un paso más en la descentralización de un país que, cualquiera que compare y analice con un mínimo rigor, es de los más descentralizados del mundo.
La socialdemocracia clásica promulgaba el Estado Social como instrumento que tiene la ciudadanía para garantizar sus derechos. Su coste se sustenta en los impuestos progresivos que generan la redistribución a través de unos servicios públicos de calidad, cuyo uso reduce las diferencias provocadas por la tiranía del origen. La verdadera meritocracia se produce cuando el barrio en el que naces no marca para siempre las cartas de tu vida. Muchos principios del horizonte de emancipación de la izquierda política chocan en nuestros tiempos con un modelo descentralizado y nadie lo cuestiona. Absoluto tabú. Silencio.
La descentralización fiscal destroza ese ideal. Cuando tienes los impuestos progresivos transferidos a las comunidades autónomas, estas compiten para ponerlos a cero y atraer a las empresas. En la práctica, estás generando paraísos fiscales dentro del propio Estado, agujeros negros por donde se escapa la financiación del Estado Social. No es un problema menor.
Sucede en el Madrid de Ayuso, donde el neoliberalismo ha encontrado una autopista para su programa privatizador. Sucede en el País Vasco y Navarra, donde unos privilegios basados en la identidad histórica y amparados por la Constitución permiten que dos de las regiones más ricas no aporten lo que deben a la Seguridad Social. Si no centralizas fiscalmente, las vigas de tu Estado Social son endebles.
El Estado Autonómico sepulta el interés general también en materia de derechos. En sanidad, hay pruebas para enfermedades que están cubiertas en unas comunidades y en otras no. Cinco kilómetros más allá de una frontera autonómica pueden suponer la diferencia entre la vida o la muerte. En educación, hay diferencias de miles de euros en acceso a universidades públicas dependiendo de la región. En la Administración, las lenguas cooficiales están siendo usadas de barrera de entrada para ciudadanos de otras partes del país. ¿Es tan extravagante pedir un historial clínico único, unos mismos impuestos o los mismos derechos a la hora de acceder al mercado laboral independientemente de dónde nazcas? Parece que sí.
Si atendemos a la gestión, el Estado Autonómico es fuente de ineficiencias. La respuesta a la pandemia fue más lenta y caótica por la ausencia de mecanismos coordinadores y no son un secreto las duplicidades que causan el despilfarro de recursos públicos además de favorecer las malas prácticas. Pensemos en qué administraciones se han dado los principales casos de corrupción de la democracia. Tras cuarenta y cinco años de democracia podemos afirmar que la asimetría autonómica ha favorecido la aparición de ciudadanos de primera y de segunda, de derechos diferenciados y de privilegios evitables según el código postal.
Resulta difícil asumir la asimilación entre descentralización y progreso. Hay quien encuentra la explicación en un sistema electoral que, para variar, fomenta la centrifugación y los partidos regionales. No únicamente. Existe una buena parte de la izquierda seducida por la identidad, por la diversidad mal entendida: diferentes rasgos culturales deben traducirse en diferentes derechos políticos. Nada más lejos del ideal de ciudadanía democrática, donde en ningún caso el origen, las tradiciones o la historia deben ser fuente de derechos distintos en una misma comunidad política.
Quien argumente que España ha tenido históricamente un pulso descentralizador estará en lo cierto. Desde la derecha carlista hasta la izquierda cantonal. Ahora bien, la historia o las mayorías no convierten un déficit igualitario en justo. Las políticas igualitarias se defienden por principios, no dependiendo del estado de ánimo de los reaccionarios. No sorprende que de nuevo la renovada marca de la izquierda quiera profundizar en el error, son hijos ideológicos de una obsesión. Las asimilaciones de centralización con Franco o la Iglesia son tan deshonestas que rozan lo ridículo. Por ir “a la contra de” están dispuestos a perder el horizonte de la igualdad y no preguntarse cuáles son las consecuencias actuales del Estado Autonómico.
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