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La Unión Europea ha reaccionado con inédita unanimidad, rapidez y contundencia ante la invasión de Ucrania por el Ejército ruso: duras sanciones, ayuda militar, suministros, acogida de refugiados y liderazgo en el movimiento internacional de rechazo. Los europeos debemos sentirnos orgullosos, pero no dejamos de lamentar la impotencia al contemplar la masacre de un país por la locura autocrática de Putin sin poder responder militarmente por el riesgo de una guerra impredecible. Por ello, a la luz de la evidencia de esta guerra, es aconsejable reflexionar sobre los retos a los que nos enfrentamos y el papel de seguridad y de disuasión que debe jugar la Unión Europea.
La civilización europea sienta sus bases en el racionalismo de la Antigua Grecia y en el derecho romano. Bases que se desarrollaron a la luz de la escolástica, el humanismo y la Ilustración, y que progresaron a través del desarrollo científico, económico, artístico y de la democracia como sistema de organización social. Europa sigue siendo hoy el espacio más amplio donde se anima y se respeta la libertad personal y la democracia, y es la cuna de múltiples expresiones civilizatorias que ocupan el escenario mundial.
Además, la Unión Europea es la segunda potencia mundial en términos de PIB tras Estados Unidos; la tercera en ingreso per cápita, muy cerca de Japón; y la tercera en población (tras China y la India), quedando Rusia muy alejada en cualquiera de las variables económicas o demográficas. En consecuencia, es razonable que juegue un papel importante en el escenario internacional. Sin embargo, su relevancia mundial es reducida, tanto por ser un conglomerado de estados nacionales sin una autoridad con capacidad de toma de decisiones con agilidad, como por la dependencia de Estados Unidos como gran potencia económica y militar. El liderazgo de EEUU le ha permitido a Europa inhibirse en múltiples frentes internacionales y un gran ahorro en gasto militar, pero ha tenido como consecuencia una limitada autonomía política y la dependencia de un gran aliado con el que no siempre se comparten los mismos intereses políticos o económicos y que, a su vez, depende de los posibles cambios de orientación del ocupante de la Casa Blanca.
En el mundo bipolar surgido tras la II Guerra Mundial, EEUU se erigió en la gran potencia defensora de la economía de mercado y de la democracia liberal frente al bloque socialista liderado por la Unión Soviética. Con la caída de ésta, EEUU se elevó a superpotencia mundial sin apenas sombra, pero el desarrollo de algunos países emergentes fue propiciando una multipolaridad favorecida por la institucionalización de reglas y organismos multilaterales, aunque la tensión rusa no desapareció por completo, ya que mantuvo sus áreas de influencia y su poder militar. No obstante, es el ascenso de China a gran potencia, primero económica, y luego tecnológica y militar, lo que va definiendo un nuevo escenario que, en un artículo reciente en estas mismas páginas, calificaba de un nuevo mundo bipolar por el acercamiento de dos potencias cuyos intereses los han llevado a la firma de múltiples acuerdos de colaboración incitados por la ambición autoritaria de sus líderes, Vladimir Putin y Xi Jinping. Su alianza tácita se ha puesto de manifiesto con la abstención de China a la condena de la invasión de Ucrania en la Asamblea Extraordinaria de las Naciones Unidas y su oposición a las sanciones a Rusia.
La invasión de Ucrania demuestra una vez más que las fronteras internacionales no son respetadas por Putin y que la posibilidad de enfrentamientos armados en Europa no ha desaparecido, pero la Unión Europea tiene un limitado poder para hacerse respetar en el mundo. Es por ello por lo que necesitamos unos Estados Unidos de Europa, con un Gobierno fuerte, con un Parlamento con mayores competencias, con una política fiscal común, con fronteras gestionados comúnmente, con política exterior única y, sobre todo, con un Ejército europeo, que proporcione seguridad y disuasión. Ha sido muy cómodo el amparo de una OTAN dominada por EEUU, comportarnos como niños protegidos y evitarnos los costes de defensa en un mundo -ahora nos damos cuenta- en el que siguen existiendo los riesgos de abusos y guerras.
Los ciudadanos españoles somos muy europeístas, y casi todos los partidos políticos lo son también, aunque algunos sean reactivos a la pérdida de identidad nacional. Si queremos construir una Europa unida y fuerte, que preserve la libertad y que cultive la democracia no basta con tener ese deseo, sino que es necesario fortalecer el poder de las instituciones europeas, aceptando la reducción del poder nacional.
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