Tribuna

Juan ramón medina precioso

Catedrático de Genética

Ratzinger y las ciencias naturales

Ratzinger y las ciencias naturales Ratzinger y las ciencias naturales

Ratzinger y las ciencias naturales / rosell

Como aprendiz de genetista he aprendido a depositar bastante confianza en las ciencias naturales. Nos proporcionan teorías racionales que relacionan muchos hechos aparentemente inconexos. Para otra escuela de pensadores lo decisivo no son las explicaciones, sino las predicciones. Corroborarían las teorías si se cumpliesen y nos obligarían a modificarlas, e incluso sustituirlas, si chocasen con los resultados de las observaciones y experimentos pertinentes.

Supongamos que, siendo siempre provisionales, pensásemos que las explicaciones científicas nunca son verdaderas. Y que, dependiendo siempre del contexto, tampoco nos fiásemos de las predicciones. Aun así, podríamos refugiarnos en sus aplicaciones para apostar por las ciencias naturales. Sin sus desarrollos careceríamos de la tecnología, las técnicas curativas y la revolución agrícola y ganadera. Las bombillas se encienden, los antibióticos curan y las variedades seleccionadas de trigo son más productivas. Y todo eso se lo debemos a las ciencias naturales.

Si algo me interesa del recién fallecido papa Benedicto XVI es que, ya desde su etapa de sacerdote, se empeñó en demostrar que podía reinar la armonía entre la fe cristiana y las ciencias naturales. A lo largo de toda su trayectoria Ratzinger desarrolló un ilustrado intento de mostrar que la fe y la razón no se oponían, sino que se complementaban. Se podría resumir su programa en tres puntos. Primero, si todas las ideas cristianas fuesen demostrables, la palabra fe se vaciaría de sentido. En efecto, creer no es sinónimo de probar. Segundo, aunque algunas creencias religiosas no admitan demostración racional, menos aún empírica, tampoco cabe refutarlas racionalmente. Tercero, nada falso sería cristiano y nada verdadero sería anticristiano. En conclusión, la fe iría más allá de lo meramente racional, pero no sería irracional y mucho menos antirracional.

Una de las tesis favoritas de Ratzinger era que la Ilustración representaba un fruto tardío del cristianismo. En septiembre de 2011 pronunció un memorable discurso en el parlamento alemán. En aquella ocasión señaló que la cultura de Europa había nacido del encuentro entre la fe de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa, concluyó.

Y, puesto que suele considerarse que los gérmenes más directos de los modernos científicos hay que buscarlos entre los filósofos de la Naturaleza griega, a los que Aristóteles llamó físicos por estudiar la physis (lo natural), y los médicos de la escuela hipocrática, cabe afirmar que las ciencias naturales formaban parte, en opinión de Ratzinger, de la identidad europea.

Sin desdeñar las aportaciones de otras culturas, la moderna revolución científica se inició en países europeos de raíz cristiana, con nombres como Copérnico, Vesalio y Galileo. Pero no ignoraba Ratzinger los históricos choques que se habían producido entre destacados científicos e inquisitivos teólogos. Asumiéndolo, arguyó que esas fricciones no habían resultado de las propias teorías científicas, transitorias por lo demás, sino de erradas interpretaciones filosóficas de esas teorías. En buena medida, llevaba razón, aunque habría que añadir que, en no pocas sonadas ocasiones, también los teólogos dieron versiones excesivas de los significados de los textos sagrados. Por no reiterar la ya sobradamente analizada pugna entre la tradicional teoría geocéntrica y la novedosa heliocéntrica, mencionaré el debate de los átomos. Como suelen comentar sus detractores, los sabios cristianos se opusieron a la teoría atómica postulada por Leucipo y Demócrito. Omiten decir que esos filósofos no solo sostuvieron que todas las cosas se componían de unas diminutas partículas indivisibles, sino también que solo existían los átomos y el vacío en el que se movían. Así, no solo defendían la teoría atómica, sino el materialismo filosófico y el ateísmo. Los átomos eran ciencia; el materialismo era una postura filosófica extracientífica. Y tampoco suelen decir que ya Aristóteles se había opuesto a la teoría atómica, pues no veía motivo para que la materia no fuese ilimitadamente divisible, ni que el sacerdote librepensador Gassendi compatibilizó siglos después los átomos con la teología cristiana. Por su parte, los teólogos estaban en su papel al rechazar el ateísmo de los atomistas, pero se extralimitaron al rechazar también los átomos. Lo primero era cuestión de fe; los átomos, irrelevantes para la fe.

La misma historia se repite cada vez que analizamos en detalle los conflictos entre las ciencias naturales y la doctrina cristiana: ampliaciones cognitivas indebidas por ambos bandos seguidas de posteriores ajustes simétricos. Esa flexibilidad del cristianismo, ausente en la segunda fase del islam, le ha permitido convivir con la ciencia a lo largo de dos milenios. Y por eso Ratzinger acertaba al propugnar que no cabía disociar el legado griego del judío sin que el cristianismo y la cultura europea se resintiesen. No habría habido cristianismo sin judaísmo, pero tampoco sin helenismo. La más excelsa virtud cristiana era la caridad, pero sin fe y sin ciencia, sería un mero humanismo. Grande Ratzinger.

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