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Refieren las crónicas que el rey amó mucho a las mujeres. Tal vez quiere decirse que amó a muchas mujeres. O ni siquiera esto porque lo más parecido al amor lo reservó para una sola. Si bien, numerosas fueron las mujeres que conoció el rey e hijos repartidos tuvo con ellas, naturales y legítimos, aunque la condición de estos últimos se pusiera en duda ante el matrimonio por palabras de presente, apartado y escondido, que fue el único que consumó el rey.
Denostado fue por lujurioso, como si parecidos desahogos del corazón y la bragueta no se dieran en los reyes de su tiempo. Es más, si la lujuria forma parte del catálogo de los pecados capitales no será porque se entreguen a ella seres tarados, como algunos pensaban del rey, sino por la amenaza que al común de los mortales presenta el desordenado apetito de los deleites carnales.
Sin embargo, una mujer colmó de dicha al rey y le procuró la casi imposible quietud de su ánimo. En ella, a juicio también de las crónicas, se reunían bondad, discreción, amabilidad, comprensión, apoyo, sostén, dulzura, serenidad, lealtad, discernimiento y buen juicio. Por eso, las maneras de la mujer a la que el rey amó resultaban un bálsamo, un desahogo, un refugio ante los disloques que le provocaban las traiciones, rebeldías y desafueros en el reinado, para los que no siempre tenía consigo todas sus facultades mentales.
Y si manifiestos fueron el abandono y la dejadez del rey ante sus esposas legítimas, tras matrimonios convenidos por la oportunidad, también podría referirse que rechazaba otro trato conyugal que no fuera con la mujer a la que de verdad amaba. O que, si este argumento no pareciera consistente por la apreciable promiscuidad del rey, sus razones tendría para no compartir el lecho con reinas impuestas. Ha de entenderse, entonces, que permaneciera con su primera y deseada esposa, casado en secreto, durante su primer parto, mientras se le reclamaba para una boda real acordada por una cuantiosa dote cuyo pago se demoró. Tal vez cabría tachar no de incumplidor, sino de cobarde al rey, por no desvelar su oculto matrimonio y el satisfactorio y continuo vínculo que mantenía con su primera y más bien única esposa. Pero las razones de Estado pesan sobremanera y del mismo modo que el padre del rey vivió y reinó de hecho con una concubina, respetada y obedecida en la corte, el hijo lo hace también pero con una mujer con la que desposó en secreto y es rechazada por concubina; si bien, ella no mostró interés alguno en condicionar las disposiciones del rey. Y si directos familiares de esta mujer ocuparon oficios destacados en la corte real, motivos había para ello en la deslealtad y la traición al rey de los nobles; por lo que los oficiales de que se rodeó no alcanzaban la alta jerarquía de los títulos nobiliarios aunque sí más duraderas lealtades y servidumbres.
Ya que se apuntó una supuesta cobardía del rey al mantener oculta su primera boda, cada vez eran mayores las presiones para que abandonara a la que decían concubina, y hasta el Papa, que también se enfrentó al rey, anunció su excomunión. Por eso, ante grandes causas, grandes o maquinados efectos, y se deja correr la especie de que la mujer del rey, su esposa, se retira a un monasterio. De modo que quedara despejado, eso parecía, el camino para una nueva boda. Esta vez con la hermana de un noble poderoso, hermosa viuda ella y prima del monarca, con la que solo llegó a estar unas horas, dejándola casi compuesta y sin rey.
Don Pedro I de Castilla, con 34 años de vida, de 1334 a 1369, coronado rey en 1350, participó en negociados tratos matrimoniales de realeza con doña Blanca de Navarra, doña Juana Plantagenet, doña Blanca de Borbón, doña Juana de Castro y doña Juana de Aragón. Pero también tratos carnales debió de tener con las hermanas María y Aldonza Coronel, así como con otras amigas, María González de Henestrosa, Teresa de Ayala, Isabel -de la que se ignora su apellido-, María Alonso Tamayo y varias dueñas a las que nombra en su testamento: Mari Ortiz, Mari Alfonso de Fermosiella, Juana García de Sotomayor y Urraca Alfonso Carriello.
Sin embargo, su verdadero amor, o el más genuino, fue doña María de Padilla, "una doncella muy fermosa", ya en compañía del rey el año 1352, al que dio una primera hija, Beatriz, en 1353, además de otros tres hijos: Constanza, en 1354, Isabel, en 1355, y Alfonso, en 1359. Dos años después, en 1361, doña María murió estando el rey don Pedro ausente, que lloró amargamente su pérdida. Convocó el rey Cortes en Sevilla, en 1362, y ante ellas expuso que se había casado secretamente con doña María de Padilla, a la que proclamaba en ese momento reina. Amó mucho a esta mujer el rey don Pedro, que amaba a muchas mujeres.
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