
La tribuna
Eva Díaz Pérez
Pequeño retrato de un gigante
La tribuna
Ninguna definición de melancolía mejor que la de la RAE: “Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada”. A la melancolía, los viejos debemos temer como a una vara verde. El presente es tan efímero que solo existimos en un pasado que se agranda. Por eso el riesgo de quedar atrapado en el pasado es muy elevado. Testigos impotentes de la historia, la melancolía de los viejos es el primer síntoma del desencanto y de la inevitable fragilidad y decadencia. Llegar a viejo con lucidez y no caer en la melancolía es la tarea del héroe. Cuando los viejos de hoy eran (éramos) jóvenes el progreso científico y tecnológico anunciaba tiempos mejores. Fue un momento en el que parecía que los horrores del siglo XX nos habrían vacunado para siempre de la estupidez y de la barbarie. Que las grandes revoluciones agroalimentarias, la creciente democratización del mundo, el prestigio de las instituciones internacionales, la declaración de los derechos del hombre, el feminismo, la revolución digital, la implantación de los estados de bienestar, los sistemas sanitarios y la educación universal y publica, los antibióticos, la progresiva descolonización y tantas otras grandes conquistas de la ciencia, de la tecnología y de la política, mejorarían la calidad de vida de los humanos y anunciaban el comienzo de una nueva era donde los hombres habrían tomado conciencia de sus límites. Conciencia, en fin, de que estamos solos en el Universo. ¿Qué queda hoy de todos aquellos sueños que arrastrados desde la Ilustración parecieron hacerse realidad en la segunda mitad del siglo XX? Vuelven las guerras con renovada saña en las que los niños mueren por miles. Vuelve el riesgo de conflagración nuclear. Vuelve la tentación de la tiranía allí donde las democracias parecían irreversibles. Vuelve con renovada fuerza lo que Adela Cortina ha llamado aporofobia, causa última de la incapacidad para solucionar la pobreza y las desigualdades evitables. Vuelven las hambrunas, las persecuciones religiosas y étnicas. Un tiempo en el que asistimos horrorizados a la conversión de las víctimas en verdugos. Retumban a lo lejos los relinchos de los cuatro jinetes del apocalipsis, sin que ni la ciencia ni la técnica, ni tampoco las humanidades, es decir sin que la cultura esté siendo capaz de gestionar “civilizadamente” ese conflicto entre el bien y el mal que anida en el interior de la naturaleza humana y sin que las instituciones y las leyes hayan conseguido domesticar a ese salvaje que llevamos dentro. Es comprensible que cuando estos viejos de hoy miran para atrás no puedan evitar sentirse culpables y decepcionados al ver como todas aquellas esperanzas en un mundo mejor, que habían comenzado a dar sus frutos, ahora pasado ya más de medio siglo, sus hijos, sangre de su sangre, comienzan a desmoronarlas como un castillo de arena barrido por las olas de un destino maldito que su generación creyó haber exorcizado. Solo fue un sueño. Es el “eterno retorno”, anunciado como mito por Mircea Eliade . Hay optimistas como Steve Pinkers que creen que vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero para muchos viejos esta confluencia actual entre los anarcoliberales superricos y lo peor del sociodarwinismo ahora convertidos en palmeros de estos caciques del siglo XXI, a los que adoran y votan, no puede ser sino la muestra del fracaso de su propia generación. En el nuevo escenario las grandes amenazas asociadas al progreso científico y tecnológico ya no pueden ser ignoradas. Para este viejo melancólico, del que hoy hablamos, lo más doloroso es aceptar que los humanos estemos volviendo de nuevo a la heteronomía, de la que tanta sangre, sudor y lágrimas costó liberarse. Es decepcionante ver como los autócratas de nuevo cuño con la ayuda de las tecnologías de las que son propietarios, intentan pastorear el rebaño construyendo identidades colectivas, gregarias y potencialmente asesinas. Nuevos caudillos, nuevas ideologías que, en nombre (¡qué horror!) de la libertad, están consiguiendo sustituir la idea de autonomía por la de una libertad sin atributos, pues el problema ya no es, como dice Harari que los humanos gestionemos libremente nuestros deseos sino, precisamente, el saber si estos deseos son nuestros o han sido inoculados desde fuera. Unos nuevos déspotas que, investidos de un poder que comienza a ser incontrolable, se sienten capaces de marcar el destino de la humanidad. Edgar Morin antes de morir con más de 100 años, dejó escrita una alegoría que parece profética “desfila el carnero macho, ufano, al frente del rebaño, camino del matadero”. Afortunadamente la mayoría de los viejos con los años vamos perdiendo la memoria y la nostalgia facilitando, así, eso que los grandes teóricos del teatro llaman distanciamiento. Lo que bien mirado no es sino un regalo más de la vida. Un signo de esa enorme sabiduría innata que los humanos, hasta en los momentos peores de la existencia, conservamos. Probablemente porque sea la biología, esa que nos destina a una muerte ineluctable, y no la tecno-cultura (esa que nos condena al sueño de la inmortalidad), también, nuestra última y única esperanza. Lo que no deja de ser, dicho de paso, una conclusión decepcionante.
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