No hay día que la prensa o la televisión no se hagan eco de qué actor o escritor ha fallecido, cuántos niños mueren en una guerra, o cuántos jóvenes dejan sus vidas en la carretera. Por famosos o por anónimos que sean unos y otros, la noticia de sus muertes pasa deprisa y es sustituida por la de otros al día siguiente. Algunas no son recogidas en necrológicas y otras tendrán su esquela incluida en el precio del entierro. Puede ocurrir también que fallezcamos y nadie llegue a saberlo hasta meses después. La muerte no espera y, en muchas ocasiones, no avisa, porque no sabremos ni el día ni la hora.
En los últimos años, el ángel de la muerte, visita con frecuencia las casas de aquellos ancianos que están desprevenidos, desamparados, o sin familia. Los últimos datos que se conocen de Inglaterra es que cada año, desde 2022, mueren en la soledad de sus viviendas entre 8.000 y 9.000 ancianos. Mueren solos y pasan varios días o semanas durante los cuales nadie se interesa por ellos. Solo el estado de descomposición de sus cuerpos les hace detectables. Es posible que la cultura de la independencia y la autonomía propiamente anglosajona pueda explicar ese desastre humanitario pero las cifras van en aumento también en España y otros países europeos. Larga vida se nos desea. Pero la muerte sigue siendo la deuda que hemos de pagar por vivir más aunque sea a costa de una soledad autosuficiente.
La muerte cierra el círculo de la vida de los hombres aunque algunos consideren morboso y necrófilo siquiera mencionarla. Sin embargo, la vida no es más que un eterno renacer al que da paso la muerte, porque ambas son inseparables. Según la biología todo comienza en el embrión cuando se van formando los órganos, las manos y los pies. Para que ese proceso se lleve a cabo tiene lugar una apoptosis, un mecanismo mediante el cual la muerte de un conjunto de células permite la vida de otras, y así evoluciona el feto hasta su nacimiento. Debemos la vida a la muerte de la misma manera que no habría primavera sin la caída de las hojas en otoño. La apoptosis es un renacimiento: hay vida después de la muerte o, dicho de otro modo, no hay vida sin muerte.
Paradójicamente el exceso de vida nos condena. La muerte que conocemos es la consecuencia natural del envejecimiento. Ahora que disponemos de tanta información sobre la antesala de la muerte es el momento para pensar porqué estamos tan obsesionados por una inmortalidad irreal, como si la vida fuera eterna, como si la vejez y la muerte celular nos fueran ajenas.
En nuestra cultura, el cementerio es el lugar de los muertos. En palabras de la rabina laica Delphine Horvilleur, el hebreo lo llama beit hajaim, la casa de la vida o la casa de los vivientes. No se trata de un acto de resistencia o de rechazo. Es una manera de decirle a la muerte que no ha vencido y se remite a Deuteronomio, 30,19, donde Dios manda al hombre escoger: “Te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida”. ¡ Lejaim,! “por la vida”, es el brindis en las celebraciones judías. Pero la palabra jaim no admite el singular, solo el plural: cada uno de nosotros tiene muchas vidas, no sucesivas sino trenzadas como hilos que se cruzan a lo largo de la existencia y aguardan el desenlace para distinguirse.
A pesar de elegir la vida, nos resignamos a morir. Porque la muerte consiste en nuestra desaparición. Solo seremos un recuerdo vago en la memoria de los que nos conocieron o nos amaron y ese recuerdo se irá diluyendo con el paso del tiempo. El heroísmo no consiste en dejar de temer el final sino, como apunta Horvilleur, en preocuparnos siempre, incluso a pesar del terror que nos invada, por lo que sobrevivirá a nuestra muerte. Miedo a saber antes de morir.
Los judíos depositan una pequeña piedra sobre la sepultura tras el rezo obligatorio del kadish. Las piedras permanecen y manifiestan la fuerza del recuerdo. Las flores se marchitan pero no dejan de ser una muestra de amor a quien nos dejó en vida. ¡Lejaim!