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Un dolor de cabeza, una cruz, un castigo que nos ha tocado a este país. Demandantes insaciables, egoístas e insolidarios, políticamente adolescentes que, con el arroz pasado, se pasean por Europa exigiendo el reconocimiento de víctimas de un estado opresor. Convecinos con los que hay que conllevarse (¡ay¡ Ortega), qué remedio. Cuando Franco murió muchos creímos que ETA se disolvería. No ocurrió, hasta su derrota. También lo creímos con los independentistas catalanes. Y nos volvimos a equivocar. Sociológicamente son para nuestro país como los Neandertales para la prehistoria humana.
No han evolucionado políticamente, anclados en modelos románticos del XIX. Prefieren el mito a la historia. Y da igual lo que ocurra y da igual lo que los historiadores digan y da igual que el mundo siga girando. Obsesionados con un pasado que nunca existió siguen empeñados en conseguir un estado, una nación con bandera, música, folclore, gastronomía, lengua, fronteras, enemigos. ¿Qué todo eso lo tenemos?, ¡Ah y la llave de la caja! Y es aquí donde ahora estamos. Primero fue una reivindicación étnica y cultural, argumento tan rancio que las nuevas hornadas la fueron ocultando, aunque sobreviva en los textos de los Pujoles o del católico Junqueras.
No es algo nuevo, en 1989, el doctor Albert, catedrático de medicina de la Universidad de Barcelona y alcalde de la ciudad defendió, tras sesudos estudios craneales la existencia de una “raza catalana superior”. Con humor Cajal, colega de claustro y amigo de Albert escribía en sus memorias que la opinión de Robert era “desinteresada, pues además de gozar de un cráneo exiguo, aunque bien amueblado, había nacido en Méjico y ostentaba un apellido francés”. Ahora el supremacismo étnico ha sido sustituido por el supremacismo social y político, de la diferencia. ¡El hecho diferencial! Porque yo lo valgo, vamos.
Después fue el balance de cuentas, reivindicación desamortizada por el trabajo de Borrell, ese catalán renegado. Cuando se les acabaron los argumentos sacaron la rauxa a pasear y quemaron las calles de Barcelona. Ahora, de nuevo, abandonados por “su pueblo”, con el rabo entre las piernas, pero con la misma flatulencia, vuelven al asunto de la caja que es el objetivo al que recurren para inyectar ardor nacional en un pueblo con una “fe feble i capritxosa”.
La ventaja de llegar a viejo es descubrir con George Brassen que “todos los tontos han nacido en alguna parte”. Personalmente he sido tolerante con la política del gobierno de izquierdas respecto a los independentistas catalanes. Peor que con Rajoy no nos podía ir. De hecho, durante algún tiempo nos ha ido mejor pues, al menos se ha demostrado que, al contrario de lo que decía el Molt Honorable Señor Mas, el independentismo catalán sí que es un suflé. Como para tomar a los independistas en serio. Un suflé que sube y baja lo que convierte al referéndum en un arte culinario.
Hoy ya sabemos (medio siglo da para mucho), que los políticos independentistas se comportan como piratas que cogen rehenes (en este caso el rehén es la estabilidad política de Cataluña y del resto de España) y luego cobran por devolverlos. Y aquí estamos ahora con lo de la llave de la caja nacional. Algunos nos equivocamos cuando defendíamos que aquella Cataluña que salió del franquismo mejor que otras comunidades, debería ser el motor político y socioeconómico del resto del país. Cuando mejor Cataluña, pensábamos, mejor para el resto de España. Y en aquella apuesta (ingenua), muchos pusimos trabajo, empeño y esperanza. También dinero. Era difícil imaginar en aquellos años de la transición, que en el siglo XXI, tan lejano entonces, en aquella sociedad tan admirada, el nacionalismo pudiera sobrevivir como una forma de sociopatía. Sí, nos equivocamos con el identitarismo insolidario catalán. Nos equivocamos con la burguesía supremacista y nos equivocamos al pensar que una izquierda republicana, internacionalista y socialista fuese, además, ¡independentista! Demasiadas equivocaciones.
Como oriundo, además, no puedo estar más decepcionado. Toda la esperanza está ahora puesta en que puedan gobernar partidos no nacionalistas que sean capaces de revertir la infección identitaria. Ese grano en el culo del resto del país. Por eso sigo respetando a aquellos que desde este basurero de la historia que es la política, intentan buscar una solución razonable e intentan acuerdos sobre el futuro, con la esperanza de que estos cruzados a la reconquista de esa Jerusalén invadida por los bárbaros españoles, se caigan del caballo. Y en este empeño han dado un paso más, este de la caja y la llave de la caja, una especie de cuadratura del círculo que, sinceramente, no sé cómo diablos van a conseguir solucionar si no es creando un estado federal para el que habría que conseguir un gran consenso constitucional.
Así que llegados a este punto a mí me parece que los independentistas y los no independistas vamos a tener que tomar grades dosis de tila, pues el asunto va para largo. Mientras tanto a aquellos que no somos políticos se nos ha agotado la paciencia con estos (ahora) soberanistas, cuya quejas y lamentos (tan postmodernos) han llegado a ser sencillamente insoportables. Solo nos queda asistir al espectáculo con cierto distanciamiento y esperar a ver qué nuevo conejo sacan de la chistera tras habérseles agotado los números de racismo, supremacismo, identitarismo, victimismo y la traca final del genial payaso... Y que mis antepasados carlistas me perdonen.
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