Cerebros en toneles

Pasiones, emociones y otros actores notan secundarios

Como las bacterias, los dualismos se vuelven resistentes. Todavía andamos enredados con alguna de sus variantes. Cuando parece que hemos acabado con uno, aparece otro, a veces disfrazado, para que no salten las alarmas. Materia y forma, alma y cuerpo, naturaleza y cultura, razón y pasión, son pares de conceptos de gran utilidad analítica y persuasiva…

La razón nos sirve para conocer verdades eternas, como los teoremas de la geometría. Todos los seres humanos los entendemos porque captamos algo objetivo, que está ahí, con independencia de nuestros intereses, deseos o estados de ánimo. La razón, por lo tanto, trabaja al margen de las emociones y las pasiones. Razonar significa calcular, derivar, relacionar, separar y otras operaciones de carácter formal. Razonamos bien si transformamos bien, según las reglas, unas proposiciones en otras.

Siguiendo con el relato racionalista tradicional, las pasiones, los sentimientos y las emociones son algo confuso, oscuro, difícil de atrapar y entender, son fuerzas, disposiciones y actitudes que pertenecen a nuestra denostada dimensión física. Las emociones nos arrastran y enturbian el intelecto. Aunque son necesarias para actuar, si no interviene la claridad de la razón, carecen de orientación, incluso pueden desbordarse y arruinar todos los cultivos de la inteligencia calculadora y previsora.

Este relato habla de una razón que conoce cómo es el mundo, descubre qué debe hacer y a continuación transmite ese contenido proposicional a la voluntad para que se inicie la acción. Las buenas decisiones son las que parten de un conocimiento adecuado del mundo y de uno mismo, las malas decisiones son las que se han forjado desde el impulso ciego de las pasiones, los deseos o las necesidades.

Pronto aparecieron críticas a esta concepción del ser humano. Hume y otros filósofos señalaron que las acciones jamás parten de razonamientos. Las razones no son el motor de nuestras acciones. Son las pasiones, los deseos y las necesidades las que dirigen nuestra conducta. Las razones vienen después, para justificar ese movimiento de la voluntad. Argumentamos sobre lo que nos agrada o desagrada, lo que nos atrae o repele. Como mucho, la razón encauza, pero no genera esa corriente.

La filosofía hoy ha superado esas caricaturas dualistas, esos esquemas, sobre todo el racionalista puro. Y los ha superado porque ha tenido en cuenta los avances en psicología cognitiva y neurociencias. Si bien es cierto, como dice Victoria Camps, que ya Hume y Spinoza hablaron con sensatez sobre la importancia de las emociones en la ética, han sido los avances de las ciencias del cerebro los que han promovido un cambio de paradigma.

Desde el punto de vista ético, nadie duda ya de que las emociones son esenciales, tanto a la hora de decidir como para ser una persona comprometida con lo que nos rodea. La indignación moral ante las injusticias sociales no arranca de una argumentación, sino del malestar que provocan semejantes atrocidades humanas. Al elegir las premisas de nuestras argumentaciones están funcionando nuestros deseos, emociones y estados de ánimo. No hay contenidos proposicionales carentes de aspecto emocional. Nuestras creencias sobre el mundo son creencias que ya valoran emocionalmente el mundo: describir ya es valorar.

Y desde el punto de vista de las neurociencias, aunque el cerebro posee estructuras más o menos diferenciadas, su funcionamiento transcurre en paralelo. No hay una secuencia lineal en la que la información del exterior vaya pasando por varios departamentos hasta que se toma la decisión final. La complejidad de las redes neuronales y la modulación de las sinapsis, a niveles moleculares, nos hacen pensar que todo el organismo actúa a la vez y que nuestra realidad siempre se presenta bajo el aspecto, el color, de nuestros estados de ánimo.

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