XII Festival de Jerez

La línea más recta del baile

  • Andrés Marín regresa a 1936 para reflejar el alma de tres ciudades entre tres cafés cantantes y, al tiempo, expresar tres formas de ser flamencos

Dos excepcionales cantaores complementarios entre sí, Segundo Falcón y José Valencia, escoltaron anoche en el Villamarta a Andrés Marín por su viaje en el tiempo para regresar a los cafés cantantes Chinitas, de Málaga; Suizo, de Granada; y el Kursaal, de Sevilla. Un triángulo mágico para el flamenco, cuyo ocaso se inició en 1936, fecha en que se centra el espectáculo, El alba del último día.

Marín llevó su filosofía de baile a gala desde la puesta en escena minimalista, sencilla y con tan sólo seis artistas sobre las tablas iluminados por dos haces laterales que dejaban el centro diáfano para el bailaor sevillano. Como siempre, demostró ser la línea más recta del baile, un baile geométrico hasta la extenuación y desnudo de florituras hasta la exasperación, si se quiere. Ni un gesto facial, ni un recorte con las manos y las muñecas libres -siempre tensas y guardando la línea-, ni un pie fuera del trazo dibujado antes, ni un verso suelto.

Si su estilística encaja como un guante en la anterior obra que presentó en Villamarta, Asimetrías, anoche decepcionó a quien confiara en que sus movimientos se amoldarían al bullicio del café cantante. Durante una hora y media, Andrés Marín fue fiel a su baile desnudo de cualquier ornamento. Los otros artistas sí se adaptaron mucho más al guión, aunque en realidad también todos y cada uno de sus gestos estaban milimétricamente estudiados.

Los cantaores hicieron un precioso recorrido por los cantes de la época, desde la malagueña de Manuel Torre -original y maravilloso el dúo de Valencia y Falcón- pasando por el martinete y la enorme seguiriya del primero y así hasta la depurada y dulce soleá trianera del segundo, que también brilló en la trilla. Por separado y juntos, ambos regalaron unos cantes de impecable factura. Y no dejaron de innovar con gusto pese a rendir tributo al pasado, cambiando el orden ortodoxo de los palos, sin ir más lejos.

También el percusionista, a su genial y particular manera, se acordó, e hizo de la pandereta el cajón más novedoso del mundo a la vez que convirtió un barreño metálico en lo que le quiso para extraerle todo el soniquete. Y el guitarrista, y el pianista, que aportaron toda la nostalgia sonando frescos y sugerentes. Marín, en cambio, compareció como en él es habitual, ataviado de negro, la camisa por fuera y las mangas remangadas. Ni un gesto de más, ni siquiera al saludar. Como si bailara en absoluta soledad. Como si las sombras que proyectó sobre su figura fuesen los únicos testigos.

Eso sí, al tiempo que demostró ser un enamorado del cante, clavó cada remate, bailó incluso a los dados, con cascabeles en la trilla y hasta se subió a un andamio para interpretar las seguiriyas en una losa, sobrio y pletórico en la técnica. Intachable.

Del Kursaal pasó al Chinitas y de éste al Suizo, pero nunca buscó el aplauso fácil. Tiene las ideas claras y su trabajo es excelente, preciso y brillante por momentos. No obstante y pese a estar sobrado de conocimientos, pese a su tremendo zapateado y pese a cuidar hasta el último detalle, Marín no supo ofrecer un discurso nuevo a medida que avanzó el reloj. Fue como si una idea fija le llevara una y otra vez al mismo lugar sin importarle el resto.

Y a veces también dio la impresión de que rehuyera de la comunicación con el público de la misma manera que la línea curva no entra en su estilística. A ratos, en suma, aunque no siempre bailó igual, lo pareció.

El molde de Marín, esto es, el baile en los tuétanos, podría jugar en su contra si no cambia el registro. Por mucho que se balanceó como una campana o se expresó por tangos, él anoche jamás varió sus esquemas. Fue El alba del primer día un homenaje sin concesiones, con variado repertorio en los cantes, pero sobre una idea inmovilista del baile y aquí está la paradoja, porque es Marín vanguardista por naturaleza.

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