El cuentahílos

Carmen / Oteo

¡Animalitos!

No había especies animales protegidas sino castigadas por el azote infantil. Cogíamos los saltamontes y le atábamos a una pata un hilo para tenerlos a nuestro alcance. El escarabajo pelotero, puesto boca arriba, peleaba consigo mismo para darse la vuelta y así poder escapar de nosotros. Los ejércitos de hormigas eran interceptados hasta conseguir un amotinamiento angustioso y desorientado. Las lombrices eran liadas en un palo y sacudidas después al aire, para verlas volar en busca de su escondite bajo tierra. Sometíamos a los grillos a una exclusiva dieta de tomate. No se lleven a engaño, eran unos privilegiados. La peor parte se la llevaban los animales que vendían en el tenderete de la puerta de la plaza de abastos, un triste orfanato en cajas de cartón y jaulas oxidadas. En verano, nos compraban un pollito o un pato. Un año vinieron los pollos de colores, con las plumas teñidas de rosa, verde o azul y cuando crecieron un poco parecían alienígenos. Confesaré que una vez estaba tan feliz con mi pato, que tras bañarlo en una palangana y comprobar que comía tortilla de patatas, le di una gominola que a duras penas tragó y que le provocó la muerte y mi desconsuelo. Los mayores se limitaban a decir ¡animalito! ¿No te da pena?, ¡En esta casa no entra ni un animal más!

Yo sería hoy más cruel si no hubiese visto morir a mi pato. El recuerdo de esa curiosidad sádica, que todo niño tiene, nos previene para el resto de la vida de lo fácil que es hacer daño a lo que más queremos.

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